domingo, 9 de agosto de 2020

LA LÓGICA DEL PANAL DE RICA MIEL

 

Lo recuerdo como si fuera ayer. 22 de noviembre de 1975: día de la proclamación del rey Juan Carlos I. En realidad, no fue hasta un año más tarde cuando su reinado obtuvo plena validez. El 18 de noviembre de 1976 el Congreso de los Diputados votaba y aprobaba la Ley para la Reforma Política, aprobada en referéndum con un clamoroso 94% del electorado. Se iniciaba la Transición Española hacia la Democracia.

Por aquél entonces yo tenía trece años y mi hermano doce. Hacía muy poco que nuestros abuelos de Suiza nos habían regalado el primer televisor que tuvimos en casa. Era de esos portátiles, por supuesto en blanco y negro. Nuestros padres habían retrasado todo lo que pudieron su llegada, pues a su entender “la caja tonta” podía coartar nuestra tierna capacidad imaginativa, aún por formar. Al final, no les quedó otra que doblegarse a la dictadura de la cotidianeidad: sus hijos no podían sentirse diferentes al resto de sus compañeros de clase.

Debo admitir y admito que, cuando recuerdo el día de la coronación, me viene al corazón un sentimiento positivo, entrañable. Tuve la sensación de estar asistiendo a un evento solemne, sí, pero al mismo tiempo cercano, como si se tratara de una gran fiesta familiar. Porque todo aquel boato con tintes castizos apartaba de un brochazo los nubarrones de calma tensa que habían presidido nuestra infancia.

Solo dos días antes, ese nuevo “mueble” que hablaba y emitía imágenes nos había anunciado que “¡Franco, ha muerto!”. Recuerdo la cara, sinceramente afectada de Arias Navarro, un personaje funesto de tantos que formaron el gobierno español durante los últimos años de la dictadura.

En casa la muerte del dictador era una noticia esperada. Sin embargo, no se descorchó ninguna botella de champán, entonces aún no se llamaba “cava”. Quizás porque en el hogar de un médico y una sicóloga humanista la muerte no se celebraba, aunque fuera la de un sátrapa.

Mi memoria guarda la ilusión de los días posteriores; era tan estimulante como las burbujitas doradas del anuncio de Freixenet que tardaría pocas semanas en copar las 625 líneas de nuestros receptores anunciando la Navidad. Según los adultos, se abría ante nosotros un futuro luminoso, que prometía colorear a tutiplén las esperanzas de la generación de nuestros padres, hijos de la Guerra Civil, que por fin cogían las riendas de su propio futuro y del nuestro.

Incluso para la niña “moderna” que yo era entonces –poco o nada amiga de muñecas y del color rosa y, en cambio, locamente enamorada de los balones y de los coches teledirigidos– asistir a una ceremonia solemne era como entrar en el reino de los cuentos ¡Qué alto y guapo era el rey! ¡Y la reina, con su vestido largo hasta los pies! Días después, cuando salieron las revistas del corazón, esas sí en tecnicolor, pude apreciar que era de color fucsia ¡Qué monos, rubitos y formales eran las infantas y el príncipe!

Me gustó saber que la hija mayor había nacido el mismo año que yo y aún más que su hermana era tocaya mía. Tener rey “molaba”, era como un pequeño signo de distinción que nos acercaba a países tan modernos como los del norte de Europa, donde se decía que los reyes y los príncipes salían a la calle y se mezclaban con el pueblo como un ciudadano más.

Nos pusimos muy contentos al comprobar que, aquí en las latitudes meridionales, pasaba exactamente lo mismo: todo el mundo decía que se trataba de una familia muy normal, muy “campechana”. Tan entusiasmada estaba que incluso quise ver un cierto paralelismo entre la dos familias, la del rey y la mía: ambas madres eran extranjeras, pero se había adaptado muy bien al país, a ambos padres les gustaba ir en velero, ambas parejas esquiaban. E incluso tenían niños de nuestra edad. Confieso que fantaseé con la idea de que un día, las dos familias se llegarían a encontrar en una de esas excursiones a la montaña o al mar.

Más tarde supe que fue el propio Caudillo quien le había elegido sucesor. Afortunadamente, empero, el tiro le había salido por la culata. “¡El rey que dio un golpe de timón hacia la democracia, contraviniendo la última voluntad de su mentor, Francisco Franco!”. Y ya no digamos cuando en 1981, plantó cara a los golpistas de Tejero. Durante muchos años, lustros y décadas su hazaña le convirtió en un héroe como el de los cuentos de hadas que me fascinaron hasta bien mayorcita.

Cierto, el rey era más bien torpe a la hora de leer sus discursos, hasta el extremo de que se notaba que no era él mismo quien los escribía. Pero ese “defectillo”, lejos de restarle puntos, le hacía más cercano.

Incluso en Suiza, que no tiene rey desde hace siglos, se aplaudía la suerte de ese país tan pintoresco llamado España. Tan pintoresco que, según algunos miembros de la familia de mi madre, la gente se desplazaba mayoritariamente en burro ¡en plena década de los setenta!, o eso aseguraban los trípticos de algunas agencias de viaje del país helvético, tan cortas de miras como mal informadas.

Pasaron los años y las princesitas de pelo dorado y largo abandonaron el capullo de cera que los inmortalizaba en el museo para convertirse en “jóvenes modernas con sus propias ideas”, según rezaban los reportajes del papel cuché. Ambas chicas se cortaron la melena para “casarse por amor” con plebeyos. Eso sí, en medio de una gran pompa y boato, que para eso se pertenece a una familia con una vida “irreal” que tiene el “deber” de alimentar las fantasías monárquicas de su plebe.  

Finalmente, les siguió su hermano. El rubito de mirada traviesa se enamoró y se casó con una de las presentadoras del telediario que resultó ser periodista.

“¡Sano signo de modernidad!”, recuerdo haber oído en los programas que nos sobresaturaron de información durante aquellos días. “¡Y de seriedad!”, subrayaban algunos “especialistas” del género. Al fin y al cabo, bastaba echar un vistazo al resto de las casas reales europeas –divorcios, infidelidades, hijos ilegítimos, una “princesa del pueblo” despechada, huida y muerta en un vulgar accidente de tráfico, etc., etc.– para darse cuenta de que, nuestra monarquía era de las más serias, se decía durante los primeros años de la vida marital de los jóvenes.

Sólo unos años más tarde, el castillo edificado entre las nubes de azúcar empezó a resquebrajarse: que si yernos corruptos o adictos, que si negocios de oscura procedencia. “¡Eso nos pasa por querer democratizar el estamento real!”, decían los expertos en chismología real con ademanes de honoris causa. “Al menos nuestro rey supo escoger bien”.

Y es que “ser rey – o reina – requiere un alto nivel de profesionalidad”, se atrevió a decir alguien. Y los juancarlistas, que no monárquicos a secas, se les echaron encima como si de una jauría de lobos afamados se tratase: ¡¿Cómo?! ¡Infamia! ¡Llamar así a su alteza, que cogió al vuelo el anillo de pedida cuando Juanito se lo tiró diciéndole “¡Sofi, agárralo?!”. Como si todos fuéramos tan tontos como para creer a pies juntillas que la “candidata” que eligió Franco como consorte para su sucesor fue precisamente la que a Juanca le gustaba. Como si decir que la reina ha ejercido su papel con toda la ecuanimidad que requería su cargo fuera una soez vulgaridad.

Y eso que entonces aún no sabíamos, o no queríamos saber, que nuestro rey alto y guapo era tan esclavo de las pasiones humana como lo podamos ser cualquiera de nosotros. Al fin y al cabo, es un Borbón, y los Borbones ya se sabe: todos ellos fueron apasionados amantes, desde Isabel II hasta Alfonso XIII de quien, dicen, llegó a escribir el guion de varias películas eróticas.

En una población emocionalmente adulta, la vida sexual de los reyes nos debería traer sin cuidado. Es más que obvio que, en esencia, los matrimonios reales poco tienen que ver con el amor, ni siquiera con el deseo…ya vamos siendo mayorcitos para admitirlo. Aunque de paso, tampoco no estaría de más admitir que, si un rey tiene todo el derecho del mundo a buscar su satisfacción hormonal donde quiera y/o pueda –¡y por qué no, también emocional! – también debería tenerlo su consorte, más cuando sobre ella ha recaído el trabajo de llevar al mundo a su prole, asegurando así la sucesión dinástica ¡Ellas también necesitan sentirse amadas!, incluso más que ellos, pues el papel de madre real es a menudo desagradecido: estar permanentemente en el ojo del huracán, juzgada física, mental y moralmente.

Aunque, tratándose de cuestiones hormonales y sentimentales –a menudo fuera de nuestro control pulsional– quizás lo más sensato fuera mantenerlos al margen de un cargo de tanta responsabilidad como es la jefatura del estado. Existe un consenso cada vez más grande sobre el valor puramente representativo. Si ello es así, ¿por qué comprometer por secula seculorum a toda una familia y a sus descendientes en un cargo que hoy en día es cada vez más especializado, requiriendo de técnicas –protocolo, diplomacia, relaciones internacionales, políticas etc.– que están recogidas en estudios universitarios reglados? ¿Qué pasa si una persona llamada a la sucesión no reúne ni las condiciones ni las ganas para reinar? ¿O simplemente se cansa de estar tantos años detrás de un escaparate, representando un comportamiento perfecto contra natura?

Pues pasa lo que nos acaba de ocurrir en nuestro reino: con el devenir de los años, el monarca se ha cansado de representar su papel hierático de rey modelo. Y como no le ha sido posible dimitir, se ha otorgado ciertas “compensaciones” por tener que renunciar a algo tan íntimo como el de ser uno mismo.

Es fácil y muy humano de imaginar. Las tentaciones le rodean: jeques, empresarios, congéneres que pululan entorno a él conformando un suculento panal de rica miel. Y la mosca, en este caso el moscardón, se queda preso de patas en él, como reza el refrán: “en un panal de rica miel cien mil moscas acudieron, y por golosas murieron presas de patas en él”.

En esas alturas del escalafón social, las cifras monetarias que han podido tentar a un rey cada vez más mayor y cansado deben haber sido tan estratosféricas como normales en esos ambientes de jeques, jets y safaris. Es muy probable que el Rey Emérito ni siquiera tenga conciencia de haber obrado mal. Después de cuatro décadas de “servicio a la corona”, es posible que considere dichas prebendas como el justo pago a cuatro décadas de servicio al país. Hay quien asegura que Juan Carlos I sufre la manía de acumular dinero a causa de un trauma por haber sufrido “estrecheces” económicas durante la niñez: tiene miedo a “quedarse de nuevo sin blanca”. De ahí que tenga en su poder la famosa maquinita de contar el dinero que le llega –no sabemos si le continuará llegando– desde varias partes del mundo y por valija monárquica.

Teorías freudianas aparte. Bulos – o verdades – amatorias y económicas a parte: a mi lo que me duele es que hayan destruido mi sueño de niña de 13 años. Y ya no pueda recordar aquella mañana de 1976, cuando las cortes abandonaron los colores grisáceos de la dictadura para emprender el camino dorado hacia la España mágica del “nunca jamás”, como un cuento de reyes y princesas de los que aún me encanta escuchar.

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