Lo recuerdo como si fuera ayer. 22 de noviembre de 1975:
día de la proclamación del rey Juan Carlos I. En realidad, no fue hasta un año
más tarde cuando su reinado obtuvo plena validez. El 18 de noviembre de 1976 el
Congreso de los Diputados votaba y aprobaba la Ley para la Reforma Política,
aprobada en referéndum con un clamoroso 94% del electorado. Se iniciaba la
Transición Española hacia la Democracia.
Por aquél entonces yo tenía trece años y mi hermano doce.
Hacía muy poco que nuestros abuelos de Suiza nos habían regalado el primer
televisor que tuvimos en casa. Era de esos portátiles, por supuesto en blanco y
negro. Nuestros padres habían retrasado todo lo que pudieron su llegada, pues a
su entender “la caja tonta” podía coartar nuestra tierna capacidad imaginativa,
aún por formar. Al final, no les quedó otra que doblegarse a la dictadura de la
cotidianeidad: sus hijos no podían sentirse diferentes al resto de sus compañeros
de clase.
Debo admitir y admito que, cuando recuerdo el día de la
coronación, me viene al corazón un sentimiento positivo, entrañable. Tuve la
sensación de estar asistiendo a un evento solemne, sí, pero al mismo tiempo cercano,
como si se tratara de una gran fiesta familiar. Porque todo aquel boato con
tintes castizos apartaba de un brochazo los nubarrones de calma tensa que
habían presidido nuestra infancia.
Solo dos días antes, ese nuevo “mueble” que hablaba y
emitía imágenes nos había anunciado que “¡Franco, ha muerto!”. Recuerdo la
cara, sinceramente afectada de Arias Navarro, un personaje funesto de tantos
que formaron el gobierno español durante los últimos años de la dictadura.
En casa la muerte del dictador era una noticia esperada. Sin
embargo, no se descorchó ninguna botella de champán, entonces aún no se llamaba
“cava”. Quizás porque en el hogar de un médico y una sicóloga humanista la
muerte no se celebraba, aunque fuera la de un sátrapa.
Mi memoria guarda la ilusión de los días posteriores; era
tan estimulante como las burbujitas doradas del anuncio de Freixenet que
tardaría pocas semanas en copar las 625 líneas de nuestros receptores
anunciando la Navidad. Según los adultos, se abría ante nosotros un futuro
luminoso, que prometía colorear a tutiplén las esperanzas de la
generación de nuestros padres, hijos de la Guerra Civil, que por fin cogían las
riendas de su propio futuro y del nuestro.
Incluso para la niña “moderna” que yo era entonces –poco
o nada amiga de muñecas y del color rosa y, en cambio, locamente enamorada de
los balones y de los coches teledirigidos– asistir a una ceremonia solemne era
como entrar en el reino de los cuentos ¡Qué alto y guapo era el rey! ¡Y la
reina, con su vestido largo hasta los pies! Días después, cuando salieron las
revistas del corazón, esas sí en tecnicolor, pude apreciar que era de color fucsia
¡Qué monos, rubitos y formales eran las infantas y el príncipe!
Me gustó saber que la hija mayor había nacido el mismo
año que yo y aún más que su hermana era tocaya mía. Tener rey “molaba”, era
como un pequeño signo de distinción que nos acercaba a países tan modernos como
los del norte de Europa, donde se decía que los reyes y los príncipes salían a
la calle y se mezclaban con el pueblo como un ciudadano más.
Nos pusimos muy contentos al comprobar que, aquí en las
latitudes meridionales, pasaba exactamente lo mismo: todo el mundo decía que se
trataba de una familia muy normal, muy “campechana”. Tan entusiasmada estaba
que incluso quise ver un cierto paralelismo entre la dos familias, la del rey y
la mía: ambas madres eran extranjeras, pero se había adaptado muy bien al país,
a ambos padres les gustaba ir en velero, ambas parejas esquiaban. E incluso tenían
niños de nuestra edad. Confieso que fantaseé con la idea de que un día, las dos
familias se llegarían a encontrar en una de esas excursiones a la montaña o al
mar.
Más tarde supe que fue el propio Caudillo quien le había elegido
sucesor. Afortunadamente, empero, el tiro le había salido por la culata. “¡El
rey que dio un golpe de timón hacia la democracia, contraviniendo la última voluntad de su mentor, Francisco Franco!”. Y ya no digamos cuando en 1981, plantó cara a
los golpistas de Tejero. Durante muchos años, lustros y décadas su hazaña le
convirtió en un héroe como el de los cuentos de hadas que me fascinaron hasta
bien mayorcita.
Cierto, el rey era más bien torpe a la hora de leer sus
discursos, hasta el extremo de que se notaba que no era él mismo quien los
escribía. Pero ese “defectillo”, lejos de restarle puntos, le hacía más
cercano.
Incluso en Suiza, que no tiene rey desde hace siglos, se
aplaudía la suerte de ese país tan pintoresco llamado España. Tan pintoresco
que, según algunos miembros de la familia de mi madre, la gente se desplazaba
mayoritariamente en burro ¡en plena década de los setenta!, o eso aseguraban
los trípticos de algunas agencias de viaje del país helvético, tan cortas de
miras como mal informadas.
Pasaron los años y las princesitas de pelo dorado y largo
abandonaron el capullo de cera que los inmortalizaba en el museo para
convertirse en “jóvenes modernas con sus propias ideas”, según rezaban los
reportajes del papel cuché. Ambas chicas se cortaron la melena para “casarse
por amor” con plebeyos. Eso sí, en medio de una gran pompa y boato, que para
eso se pertenece a una familia con una vida “irreal” que tiene el “deber” de alimentar
las fantasías monárquicas de su plebe.
Finalmente, les siguió su hermano. El rubito de mirada
traviesa se enamoró y se casó con una de las presentadoras del telediario que
resultó ser periodista.
“¡Sano signo de modernidad!”, recuerdo haber oído en los programas
que nos sobresaturaron de información durante aquellos días. “¡Y de seriedad!”,
subrayaban algunos “especialistas” del género. Al fin y al cabo, bastaba echar
un vistazo al resto de las casas reales europeas –divorcios, infidelidades,
hijos ilegítimos, una “princesa del pueblo” despechada, huida y muerta en un
vulgar accidente de tráfico, etc., etc.– para darse cuenta de que, nuestra monarquía
era de las más serias, se decía durante los primeros años de la vida marital de
los jóvenes.
Sólo unos años más tarde, el castillo edificado entre las
nubes de azúcar empezó a resquebrajarse: que si yernos corruptos o adictos, que
si negocios de oscura procedencia. “¡Eso nos pasa por querer democratizar el
estamento real!”, decían los expertos en chismología real con ademanes de honoris
causa. “Al menos nuestro rey supo escoger bien”.
Y es que “ser rey – o reina – requiere un alto nivel de profesionalidad”,
se atrevió a decir alguien. Y los juancarlistas, que no monárquicos a secas, se
les echaron encima como si de una jauría de lobos afamados se tratase: ¡¿Cómo?!
¡Infamia! ¡Llamar así a su alteza, que cogió al vuelo el anillo de pedida cuando
Juanito se lo tiró diciéndole “¡Sofi, agárralo?!”. Como si todos fuéramos tan tontos
como para creer a pies juntillas que la “candidata” que eligió Franco como
consorte para su sucesor fue precisamente la que a Juanca le gustaba. Como si
decir que la reina ha ejercido su papel con toda la ecuanimidad que requería su
cargo fuera una soez vulgaridad.
Y eso que entonces aún no sabíamos, o no queríamos saber,
que nuestro rey alto y guapo era tan esclavo de las pasiones humana como lo
podamos ser cualquiera de nosotros. Al fin y al cabo, es un Borbón, y los Borbones
ya se sabe: todos ellos fueron apasionados amantes, desde Isabel II hasta
Alfonso XIII de quien, dicen, llegó a escribir el guion de varias películas
eróticas.
En una población emocionalmente adulta, la vida sexual de
los reyes nos debería traer sin cuidado. Es más que obvio que, en esencia, los
matrimonios reales poco tienen que ver con el amor, ni siquiera con el deseo…ya
vamos siendo mayorcitos para admitirlo. Aunque de paso, tampoco no estaría de
más admitir que, si un rey tiene todo el derecho del mundo a buscar su
satisfacción hormonal donde quiera y/o pueda –¡y por qué no, también emocional!
– también debería tenerlo su consorte, más cuando sobre ella ha recaído el
trabajo de llevar al mundo a su prole, asegurando así la sucesión dinástica
¡Ellas también necesitan sentirse amadas!, incluso más que ellos, pues el papel
de madre real es a menudo desagradecido: estar permanentemente en el ojo del
huracán, juzgada física, mental y moralmente.
Aunque, tratándose de cuestiones hormonales y
sentimentales –a menudo fuera de nuestro control pulsional– quizás lo más
sensato fuera mantenerlos al margen de un cargo de tanta responsabilidad como
es la jefatura del estado. Existe un consenso cada vez más grande sobre el
valor puramente representativo. Si ello es así, ¿por qué comprometer por secula
seculorum a toda una familia y a sus descendientes en un cargo que hoy en día
es cada vez más especializado, requiriendo de técnicas –protocolo, diplomacia,
relaciones internacionales, políticas etc.– que están recogidas en estudios
universitarios reglados? ¿Qué pasa si una persona llamada a la sucesión no
reúne ni las condiciones ni las ganas para reinar? ¿O simplemente se cansa de
estar tantos años detrás de un escaparate, representando un comportamiento perfecto
contra natura?
Pues pasa lo que nos acaba de ocurrir en nuestro reino:
con el devenir de los años, el monarca se ha cansado de representar su papel hierático
de rey modelo. Y como no le ha sido posible dimitir, se ha otorgado ciertas “compensaciones”
por tener que renunciar a algo tan íntimo como el de ser uno mismo.
Es fácil y muy humano de imaginar. Las tentaciones le
rodean: jeques, empresarios, congéneres que pululan entorno a él conformando un
suculento panal de rica miel. Y la mosca, en este caso el moscardón, se queda preso
de patas en él, como reza el refrán: “en un panal de rica miel cien mil
moscas acudieron, y por golosas murieron presas de patas en él”.
En esas alturas del escalafón social, las cifras
monetarias que han podido tentar a un rey cada vez más mayor y cansado deben haber
sido tan estratosféricas como normales en esos ambientes de jeques, jets y
safaris. Es muy probable que el Rey Emérito ni siquiera tenga conciencia de
haber obrado mal. Después de cuatro décadas de “servicio a la corona”, es
posible que considere dichas prebendas como el justo pago a cuatro décadas de
servicio al país. Hay quien asegura que Juan Carlos I sufre la manía de acumular
dinero a causa de un trauma por haber sufrido “estrecheces” económicas durante
la niñez: tiene miedo a “quedarse de nuevo sin blanca”. De ahí que tenga en su
poder la famosa maquinita de contar el dinero que le llega –no sabemos si le
continuará llegando– desde varias partes del mundo y por valija monárquica.
Teorías freudianas aparte. Bulos – o verdades – amatorias
y económicas a parte: a mi lo que me duele es que hayan destruido mi sueño de
niña de 13 años. Y ya no pueda recordar aquella mañana de 1976, cuando las
cortes abandonaron los colores grisáceos de la dictadura para emprender el
camino dorado hacia la España mágica del “nunca jamás”, como un cuento de reyes
y princesas de los que aún me encanta escuchar.
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