miércoles, 29 de julio de 2020

VOCES DE MUERTE SONARON CERCA DE …LA DIAGONAL



En un verano atípico con tintes de fin de ciclo, la cotidianeidad tozuda insiste en abrirse paso en medio de la incerteza. Basta la presencia del sol luminoso para que nuestra mente caiga en el espejismo de la normalidad. Nueva o vieja, da lo mismo si es capaz de catapultarnos hacia los viejos hábitos, aquellos que se deslizaban automáticamente en nuestras vidas, sin tener siquiera que pensar en su razón de ser.

En nuestra sociedad de consumo, “normalidad” quiere decir tiendas abiertas desplegando todas sus dotes seductoras para atraer nuestra atención ¡Hay que vender y comprar! Aunque no se sepa muy bien qué ni para qué si, al fin y al cabo, nuestro probable destino esté muy cercano al de convertirnos en topos humanos; si estamos propensos a ser habitantes de panales verticales de cemento y hormigón demasiado parecidos a los nichos que nos depara la vida eterna. Pero es más cómodo asegurar los fundamentos sobre los cuales se alzan nuestras costumbres que tener que diseñar un mundo capaz de asegurar la manutención de todos sin tener que ponerle precio.

Ya lo vaticinaban las películas de los años 70 y 80: naves espaciales que transportaban una representación empequeñecida de nuestra vida en el Planeta Azul porque la de verdad había quedado aniquilada por nuestra propia torpeza. Argumentos que nos presentaban como seres inferiores a nuestros ancestros simiescos. Todo por haber caído en la trampa complaciente del “¡haz lo que te pida el cuerpo y no lo que te dicte la razón!

Y mientras nos dejamos caer en el pozo sin fin de nuestro propio desastre, delegando en otros el trabajo de barruntar la manera de salir de él para da la enésima vez, la faja constrictora de la “vieja normalidad” insiste en colarse por los agujeros de nuestros ropajes costumbristas de racionalidad trasnochada.

O al menos eso es lo que me pasó el otro día, cuando decidí que necesitaba algo de lo que no dependía mi vida y me lancé a la isla comercial, a unos cuantos cientos de metros de mi casa. La excusa era buena: llevaba tres meses sin hacer ni clases de canto ni de logopedia y mis músculos espásticos de parálisis cerebral necesitan ejercitarse bajo la mirada de mis profesores, aunque sea por vía telemática.

Pero era solamente eso: un pretexto. Fui perfectamente consciente de ello cuando, en vez de ir directamente al grano, me di un garbeo por la sucursal de unos grandes almacenes, donde me compré un vestido que no necesitaba ¡Pero era tan mono y estaba tan bien de precio!

Mi desarrollado sentido de la culpabilidad hizo que, después de perpetrar tan vil pecado, decidiera ir directamente a por el micrófono que me había propuesto adquirir, no solo para hacer la clase de canto on-line que tenía programada, sino también para que mi amiga y vecina pudiera participar en la tertulia literaria que unos cuantos letraheridos mantenemos, antaño en el Ateneo Barcelonés, y desde el pasado mes de marzo vía Zoom.

Ya huía de la Sodoma y Gomorra consumista con mi objetivo cumplido cuando la presencia de unos cuantos coches de policía acompañados por una ambulancia, me detuvieron entre las vías de un tranvía impropio de una gran urbe como Barcelona. A pocos metros del paso de cebra que cruza la gran Diagonal que atraviesa la ciudad, yacía una motocicleta de gran cilindrada, con alforjas de metal en ambos flancos y en la parte trasera. No mucho más lejos, un casco negro sin cabeza que proteger se balanceaba sobre un asfalto humeante, que parecía estar a punto de licuar.

El semáforo se puso verde para los peatones y me apresuré a avanzar, pues mis pasos lentos y torpes a duras penas llegan al otro lado de la amplia calzada central dentro del lapso estipulado por las leyes de la circulación, esas que dan prioridad a las ruedas en vez de los pies.

Pasé enfrente de la ambulancia con las puertas abiertas de par en par, enseñando unos pies calzados, inmóviles sobre una camilla. El decoro ordenó a mi cerebro refrenar el instinto de curiosidad. Y por una vez, mis músculos obedecieron: los del cuello se giraron raudos en dirección opuesta al interior del vehículo de socorro.

Ya me alejaba del imprevisto escenario que había osado perturbar el gozo de mi salida furtiva, cuando oí a alguien preguntar a uno de los agentes que estaban por allí por los detalles del suceso que yo acababa de atravesar. Mi curiosidad hizo un nuevo intento de tirar de mí. “Es para saber si la actitud de alguien – la del herido o la de un infractor imprudente – hubiera podio evitar aquella calamidad. En definitiva, escucho para encontrar una explicación racional que me asegure que tal percance jamás podría sucederme, pues yo nunca actuaría de esa manera”, me susurró con su voz seductora.

Por suerte, mis pasos sensatos ya se habían apresurado en alejarme de la zona del siniestro. Avancé a regañadientes en medio de un calor empapado de humedad hasta que, casi sin darme cuenta, alcancé la boya salvadora del parque que suelo atravesar para llegar a mi casa cuando hago este recorrido.

Como esperaba, el jardín me ofreció el oasis a la sombra de unos árboles domesticados por la mano urbanita. A aquella hora avanzada de la canícula no había casi nadie, por lo que pude sentarme en un banco umbrío, justo al lado del pequeño estanque.

Entre las islas vegetales que lo moteaban, divisé a una pareja de patos de cuello verde. Él se alzaba sobre sus patas, como si quisiera hacer gala toda su belleza masculina. Me vinieron a la cabeza los versos de Valle Inclán: “Mi musa moderna / enarca la pierna, / se cimbra, se ondula, / se comba, se achula / con el ringorango / rítmico del tango, / y recoge la falda detrás. Aunque aquí los papeles se habían invertido: era ella quien, con su plumaje más modesto, lo contemplaba discretamente.

A penas se tocaron durante el largo instante en que mi voyerismo se quedó prendido de la estampa. Ni un gesto explícito que anunciase la culminación de este argumento natura que asegura la continuidad de las especies “¡Qué burdos se han tornado nuestros galanteos humanos!”, me dije cuando el pudor pudo al fin tirar de mí para preservar la intimidad de la pareja.

Me levanté del banco para dirigir mis pasos, esquivos como los de un niño que se resiste a volver a clase cuando el timbre toca el final del recreo, hacia mi casa. “No tardaré en encontrar una nueva excusa (aparentemente vital) para volver a salir”, me dije a modo de consuelo. Y, sin embargo, las estampas que acababa de contemplar permanecían imborrables en mi memoria emocional.

Solo entonces tuve la certeza: lo que acababa de presenciar era ni más ni menos que el Pantocrátor, real y contemporáneo, de la existencia.

Primero se me había aparecido la omega, el fin: un accidente de motocicleta en plena pandemia ¿Cuál debía ser la normalidad del pobre infeliz que yacía en el interior de la ambulancia amarilla antes que la zarpa de la fatalidad lo encalzase? Quizás se trataba de un comercial que se había arriesgado a venir a la ciudad para cerrar alguno de los escasos tratos que había podido configurar durante el confinamiento. Quizás tenía previsto volver enseguida a su casa para poder comer con su esposa y sus hijos. O quizás aprovecharía la oportunidad para quedar con alguien…Una amante acaso…

Y unos pasos más allá, se me había presentado el “alfa” con su baile de amor encarnado en unos seres acuáticos, incapaces de destrozar el Edén que les ha sido regalado como lo hemos hecho nosotros.

“Voces de muerte sonaron/ cerca del Guadalquivir/Voces antiguas que cercan/Flor de clavel varonil” (Muerte de Antoñito el Camborio, Romancero gitano Federico García Lorca)

 En aquella mañana de verano de 2020, verano de pandemia, esas voces sonaron en la Diagonal de Barcelona ¡Y yo las escuché pasar!

Cristina Harster Wanger

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