En un verano atípico con tintes de fin de ciclo, la
cotidianeidad tozuda insiste en abrirse paso en medio de la incerteza. Basta la
presencia del sol luminoso para que nuestra mente caiga en el espejismo de la
normalidad. Nueva o vieja, da lo mismo si es capaz de catapultarnos hacia los
viejos hábitos, aquellos que se deslizaban automáticamente en nuestras vidas,
sin tener siquiera que pensar en su razón de ser.
En nuestra sociedad de consumo, “normalidad” quiere decir
tiendas abiertas desplegando todas sus dotes seductoras para atraer nuestra
atención ¡Hay que vender y comprar! Aunque no se sepa muy bien qué ni para qué
si, al fin y al cabo, nuestro probable destino esté muy cercano al de
convertirnos en topos humanos; si estamos propensos a ser habitantes de panales
verticales de cemento y hormigón demasiado parecidos a los nichos que nos
depara la vida eterna. Pero es más cómodo asegurar los fundamentos sobre los
cuales se alzan nuestras costumbres que tener que diseñar un mundo capaz de
asegurar la manutención de todos sin tener que ponerle precio.
Ya lo vaticinaban las películas de los años 70 y 80:
naves espaciales que transportaban una representación empequeñecida de nuestra
vida en el Planeta Azul porque la de verdad había quedado aniquilada por
nuestra propia torpeza. Argumentos que nos presentaban como seres inferiores a
nuestros ancestros simiescos. Todo por haber caído en la trampa complaciente
del “¡haz lo que te pida el cuerpo y no lo que te dicte la razón!
Y mientras nos dejamos caer en el pozo sin fin de nuestro
propio desastre, delegando en otros el trabajo de barruntar la manera de salir
de él para da la enésima vez, la faja constrictora de la “vieja normalidad” insiste
en colarse por los agujeros de nuestros ropajes costumbristas de racionalidad
trasnochada.
O al menos eso es lo que me pasó el otro día, cuando
decidí que necesitaba algo de lo que no dependía mi vida y me lancé a la isla
comercial, a unos cuantos cientos de metros de mi casa. La excusa era buena:
llevaba tres meses sin hacer ni clases de canto ni de logopedia y mis músculos
espásticos de parálisis cerebral necesitan ejercitarse bajo la mirada de mis
profesores, aunque sea por vía telemática.
Pero era solamente eso: un pretexto. Fui perfectamente consciente
de ello cuando, en vez de ir directamente al grano, me di un garbeo por la
sucursal de unos grandes almacenes, donde me compré un vestido que no
necesitaba ¡Pero era tan mono y estaba tan bien de precio!
Mi desarrollado sentido de la culpabilidad hizo que,
después de perpetrar tan vil pecado, decidiera ir directamente a por el
micrófono que me había propuesto adquirir, no solo para hacer la clase de canto
on-line que tenía programada, sino también para que mi amiga y vecina pudiera
participar en la tertulia literaria que unos cuantos letraheridos mantenemos,
antaño en el Ateneo Barcelonés, y desde el pasado mes de marzo vía Zoom.
Ya huía de la Sodoma y Gomorra consumista con mi objetivo
cumplido cuando la presencia de unos cuantos coches de policía acompañados por
una ambulancia, me detuvieron entre las vías de un tranvía impropio de una gran
urbe como Barcelona. A pocos metros del paso de cebra que cruza la gran
Diagonal que atraviesa la ciudad, yacía una motocicleta de gran cilindrada, con
alforjas de metal en ambos flancos y en la parte trasera. No mucho más lejos,
un casco negro sin cabeza que proteger se balanceaba sobre un asfalto humeante,
que parecía estar a punto de licuar.
El semáforo se puso verde para los peatones y me apresuré
a avanzar, pues mis pasos lentos y torpes a duras penas llegan al otro lado de
la amplia calzada central dentro del lapso estipulado por las leyes de la
circulación, esas que dan prioridad a las ruedas en vez de los pies.
Pasé enfrente de la ambulancia con las puertas abiertas
de par en par, enseñando unos pies calzados, inmóviles sobre una camilla. El decoro
ordenó a mi cerebro refrenar el instinto de curiosidad. Y por una vez, mis
músculos obedecieron: los del cuello se giraron raudos en dirección opuesta al
interior del vehículo de socorro.
Ya me alejaba del imprevisto escenario que había osado
perturbar el gozo de mi salida furtiva, cuando oí a alguien preguntar a uno de
los agentes que estaban por allí por los detalles del suceso que yo acababa de
atravesar. Mi curiosidad hizo un nuevo intento de tirar de mí. “Es para saber
si la actitud de alguien – la del herido o la de un infractor imprudente –
hubiera podio evitar aquella calamidad. En definitiva, escucho para encontrar
una explicación racional que me asegure que tal percance jamás podría sucederme,
pues yo nunca actuaría de esa manera”, me susurró con su voz seductora.
Por suerte, mis pasos sensatos ya se habían apresurado en
alejarme de la zona del siniestro. Avancé a regañadientes en medio de un calor empapado
de humedad hasta que, casi sin darme cuenta, alcancé la boya salvadora del
parque que suelo atravesar para llegar a mi casa cuando hago este recorrido.
Como esperaba, el jardín me ofreció el oasis a la sombra
de unos árboles domesticados por la mano urbanita. A aquella hora avanzada de
la canícula no había casi nadie, por lo que pude sentarme en un banco umbrío,
justo al lado del pequeño estanque.
Entre las islas vegetales que lo moteaban, divisé a una
pareja de patos de cuello verde. Él se alzaba sobre sus patas, como si quisiera
hacer gala toda su belleza masculina. Me vinieron a la cabeza los versos de
Valle Inclán: “Mi musa
moderna / enarca la pierna, / se cimbra, se ondula, / se comba, se achula / con
el ringorango / rítmico del tango, / y recoge la falda detrás”. Aunque aquí los papeles se habían invertido: era ella
quien, con su plumaje más modesto, lo contemplaba discretamente.
A penas se tocaron durante el largo instante en que mi
voyerismo se quedó prendido de la estampa. Ni un gesto explícito que anunciase
la culminación de este argumento natura que asegura la continuidad de las
especies “¡Qué burdos se han tornado nuestros galanteos humanos!”, me dije cuando
el pudor pudo al fin tirar de mí para preservar la intimidad de la pareja.
Me levanté del banco para dirigir mis pasos, esquivos
como los de un niño que se resiste a volver a clase cuando el timbre toca el
final del recreo, hacia mi casa. “No tardaré en encontrar una nueva excusa (aparentemente
vital) para volver a salir”, me dije a modo de consuelo. Y, sin embargo, las
estampas que acababa de contemplar permanecían imborrables en mi memoria
emocional.
Solo entonces tuve la certeza: lo que acababa de
presenciar era ni más ni menos que el Pantocrátor, real y contemporáneo, de la
existencia.
Primero se me había aparecido la omega, el fin: un
accidente de motocicleta en plena pandemia ¿Cuál debía ser la normalidad del
pobre infeliz que yacía en el interior de la ambulancia amarilla antes que la
zarpa de la fatalidad lo encalzase? Quizás se trataba de un comercial que se
había arriesgado a venir a la ciudad para cerrar alguno de los escasos tratos
que había podido configurar durante el confinamiento. Quizás tenía previsto
volver enseguida a su casa para poder comer con su esposa y sus hijos. O quizás
aprovecharía la oportunidad para quedar con alguien…Una amante acaso…
Y unos pasos más allá, se me había presentado el “alfa”
con su baile de amor encarnado en unos seres acuáticos, incapaces de destrozar
el Edén que les ha sido regalado como lo hemos hecho nosotros.
“Voces de muerte sonaron/ cerca del Guadalquivir/Voces
antiguas que cercan/Flor de clavel varonil” (Muerte de Antoñito el Camborio, Romancero
gitano Federico García Lorca)
En aquella mañana
de verano de 2020, verano de pandemia, esas voces sonaron en la Diagonal de
Barcelona ¡Y yo las escuché pasar!
Cristina Harster Wanger
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