martes, 21 de julio de 2020

Liberté sans fraternité : décès


« Regarde les images! » (mira las fotos), es un eco lejano que proviene de mi más tierna infancia, cuando aún me costaba leer y mi abuela suiza me daba revistas para que me entretuviera mirando las imágenes. Desde entonces, ese mirar por la “ventana” del mundo se ha convertido en un hábito que intento mantener vivo. Las nuevas tecnologías nos permiten ampliar esa ventana a placer, dirigiéndola hacia paisajes que, seguramente, jamás pisaremos en vida. También es una manera de darse cuenta de nuestra propia pequeñez, una cura de humildad que nos resitúa en el lugar exacto de nuestra existencia: no somos más que una gota en medio del océano del tiempo; una gota totalmente prescindible.

Esta mañana de la segunda mitad de julio de 2020, el Google me ofrece una visión de nuestro planeta azul, visto desde la luna ¡Qué plácido y bello parece! Nadie diría que en su superficie sus pobladores genéticamente más avanzados se están enfrentando a la amenaza más grande desde la última glaciación: pandemia.

Hasta este mes de marzo, la palabra solo tenía connotaciones bíblicas, como mucho asociadas con países del Tercer Mundo. Cierto, habíamos vivido otras amenazas sanitarias que segaron la vida de miles de personas. Por mi escalera bofillesca transitan las almas de algunas víctimas del SIDA. Me imagino que Jaime Gil de Biedma habrá ido a recibir a su colega de generación terrícola, Juan Marsé, a su llegada al otro lado de la Laguna Estigia. Les espera toda una eternidad para alcanzar a comprender ese fenómeno tan extraño que es la vida y que ellos intentaron desentrañar a través de la literatura, resaltando su belleza, a menudo dolorosa.

La vida: ese fenómeno tan extraño como maravilloso, hecho de deseo, generalmente vestido de amor. Miles de espermatozoides que salen a la conquista de su majestad el óvulo, minuciosamente madurado durante veintiocho días para formar un nuevo ser. Un nuevo ser con consciencia existencial. Un milagro que, de tanto repetirse, parece que ya no nos sorprenda ni nos inspire respeto.

Y es que, con demasiada frecuencia, nuestra conciencia se deja nublar por un egoísmo miope, sin ventanas que nos permitan entender que formamos parte del colectivo biológico, una carrera de relevos en la cual no somos más que un eslabón de una cadena forjada por la mano divina del destino.

A medida que nuestra capacidad perspicacia tecnológica avanza, nos inventamos maneras más cómodas de sobrevivir. Y, sin embargo, parece como si tan pronto como nuestra propia evolución fue capaz de asegurarnos la supervivencia sin demasiado esfuerzo, hubiéramos comenzado a perder el respeto por nuestra propia existencia.

Aún recuerdo las primeras bromas sobre el Coronavirus que circulaban por WhatsApp cuando, allá por el mes marzo, nos llegó la noticia de que, en la lejana y legendaria China, la gente se moría a causa de un virus que tenía una aureola a su alrededor en forma de corona. En una de ellas, se hacía la asociación semántica con una conocida marca de cerveza mejicana.

Ya entonces no supe entender qué tenía de gracioso el hecho de que la gente se muriera en medio de angustiosos ahogos, aunque fuera en la otra parte del mundo. Admito: quizás yo sea demasiado sensible al sufrimiento humano. Será porque estoy viva de puro milagro, con unas secuelas causadas por haber estado unos momentos sin aire al nacer que han comprometido mi movilidad y con dos cánceres que penden sobre mi como la Espada de Damocles.  

Pero las risas y los chascarrillos no tardaron en devenir congojas. La globalización hizo que la pandemia desembarcara en occidente con toda su crudeza. La conciencia de poder ser golpeados por el terrible mal que hacía caer a nuestros vecinos más vulnerables se convirtió en oleadas de aplausos al anochecer prontío del mes de marzo. Al fin y al cabo, eran otros los que se enfrentaban al monstruo invisible, los que tenían que lidiar con el cansancio y la impotencia. Con un gesto tan simple como el de hacer picar nuestras palmas de las manos entre sí nos sentíamos colmados de utilidad. Hacíamos nuestra “buena obra” del día.

Mientras tanto la primavera avanzaba. Desde mi ventana vi las ramas de los plataneros que circundan la plaza donde vivo llenarse de botones de color verde pálido. En mis paseos facultativos del brazo de mi hermano –si no me muevo mi musculatura afectada de parálisis cerebral tiende a agarrotarse– notamos como la naturaleza aprovechaba el confinamiento de su depredador más feroz para desconfinarse más allá del escuálido espacio que le había otorgado nuestra mala conciencia. Jamás había visto a palomas más gorditas y limpias. Jamás parques tan frondosos ni aire tan puro como el que se respiraba aquellos días de confinamiento severo en plena Avenida Diagonal de Barcelona.

Con el esfuerzo y el sacrificio de los sanitarios, finalmente se consiguió bajar la macabra curva de mortalidad que nos atenazaba. Poco a poco, dejaron de ser centenares los muertos diarios víctimas de ese virus importado de China ¿O quizás directamente fabricado en un laboratorio de allí para dar el golpe de gracia a esa sociedad occidental tan descreída y prepotente, que impide que las nuevas potencias económicas se desarrollen con la plenitud con que lo hicieron ellas en su momento? Cuando se trata de buscar explicaciones a las calamidades que osan irrumpir en nuestra Pax occidentalis toda teoría conspirativa es bienvenida.

Se inicia el lío de la Desescalada: que si fase 0, preparación para el desconfinamiento, que si fase 1, inicio parcial de ciertas actividades, que si Fase 2 (intermedia) apertura de locales con limitación de aforo, que si Fase 3 (avanzada) flexibilización de la movilidad. A primera hora salían los deportistas, después los abuelos y finalmente los niños ¿O era al revés? Hasta que un día, después de muchos diles y diretes, después de muchas órdenes y contraórdenes llegadas de las distintas instituciones públicas para acribillar el sentido común de los ciudadanos, alcanzamos a la tan ansiada “nueva normalidad”, un término de nuevo acuño que nos resistimos a querer entender: ¡NADA será NUNCA como antaño!

Prueba doliente de ello es la situación que estamos viviendo: con un mapa lleno de repuntes y rebrotes que se venían venir. Porque sólo hizo falta que se diera el pistoletazo legal que nos permitía salir a la calle sin restricciones para que nos echáramos histéricamente a los bares, a las plazas y a los parques, como si de ello dependiera nuestra vida.

Salir de mi casa, cuya portería está al lado de un bar de ligoteo de alto standing pasó a significar una carrera de obstáculos sorteando mesas, sillas amén de un sinfín de personas agolpadas entorno a la barra del bar como abejas en un panel de rica miel. Por su puesto, todas ellas sin mascarilla y sin guardar la distancia de seguridad. Ir a grandes gimnasios, otro tanto: mucho medir la temperatura al entrar, muchos dispensadores gel hidroalcohólico por todas partes, muchas advertencias por megafonía. Pero nadie haciendo caso, nadie limpiando las máquinas que acababan de usar.

“Antes muerta que obediente”, como si la obediencia y el respeto de las normas fuera un defecto propio de mentes sencillas, incapaces de actuar según su propio criterio.  Y es que vivimos en una sociedad infantilizada, donde la solidaridad es una simple cuestión de formas, tan superficial como lo pueden ser dos minutos de aplauso diario. Si algo va mal, la culpa es siempre del otro. Somos hijos de la era “yo tengo derecho a…¡y los demás que se jodan!”.

Hace ya unos cuantos años, cuando la Vanguardia me brindaba la oportunidad de publicar mis articulillos en la sección de Participación de los lectores redacté un escrito que llevaba por título “les abelles es suïciden” (las abejas se suicidan 2007). En él, me hacía eco del extraño fenómeno según el cual las abejas obreras, encargadas de recolectar el polen y el néctar de las flores, no volvían al panal para procurar el alimento a las reinas y las larvas. Éstas, incapaces de salir de su universo hexagonal para libar el néctar necesario para elaborar la cera y la miel, acaban por morir de inanición. Aún hoy, trece años después, sigue sin saberse dónde van a parar las desdichadas. Las investigaciones de los especialistas no han sabido encontrar ningún cadáver de abeja alrededor del panal, como si las suicidas se hubiesen dado la consigna de mantener el secreto de su panteón mortuorio, de la misma manera que solían hacerlo los elefantes o las ballenas antes de que profanásemos sus lugares sagrados bajo la dudosa excusa del ver para comprender. Según mis indagaciones para recaudar la información necesaria para redactar el artículo, la gravedad que supone la desaparición de las abejas es trascendental, pues sin ellos no habrá polinización y, por lo tanto, no habrá plantas, y si no hay plantas no habrá frutos, ni alimentos, etc.

O sea, que sin esos golosos insectos la hambruna se generalizará, aún más, provocando una debacle demográfica. De hecho, ya se está empezando a considerar la generalización del consumo de insectos como solución a la inevitable escasez de vegetales, provocada por un cambio climático fruto de la polución que genera nuestra especie. Como si no se quisiera entender que, si nos cargamos la naturaleza, nos la cargamos a lo grande: y no quedarán ni animales vertebrados ni invertebrados, ni vegetales ni nada de nada.

¿Nos estamos suicidando nosotros también como especie humana? ¿Nos ha cogido un ataque de cordura y hemos entendido que la vida del Planeta Tierra es incompatible con nuestra existencia? ¡Lo dudo! No somos tan generosos. Más bien pienso que nos hemos vuelto idiotas, en medio de una sociedad infantilizada que se niega a responsabilizarse de sus propios actos. La sociedad del consumo y del bienestar nos ha llevado a concebir las calamidades que afectan a nuestra condición humana como un juego de rol que sirve para entretenernos viendo como las distintas instituciones se pelean entre sí, no para imponer las leyes que más convienen al bien común, sino simplemente para tener razón. ¡Y así nos va!

“¡Hay que relanzar la economía como sea!”, se oye por todas partes, pero aún no he oído ni un solo experto que hable de reorganizar la economía, de dejar atrás la zanahoria de la productividad y comenzar a pensar en el bien común. Con una población en creciente envejecimiento, quizás haya que preocuparse de cómo vamos a cuidar de nuestros mayores asegurándoles la dignidad que se merecen por haberse sacrificado y cuidado de nosotros. Quizás haya que planteare algunas renuncias en nuestro estridente Estado del Bienestar. Probablemente debamos volver a ciertas “incomodidades”, como por ejemplo devolver los envases vacíos a la tienda para que los higienicen y los reutilicen. Quizás no podamos viajar tanto, o no tan cómodamente, sin apenas molestarnos en averiguar la idiosincrásica del pueblo que visitamos. Quizás debamos reciclar nuestra inventiva para imaginarnos entretenimientos sin necesidad de recurrir a maquinitas que nos lo hacen todo. Quizás debamos acostumbrarnos a tener un ropero restringido en vez de un gran vestidor donde la mitad de la ropa que hay colgada en él, comprada por su puesto a precio de saldo, duerme el sueño de los inútiles a quienes no se recurre jamás. Quizás haya llegado el momento de ir en busca de nuestra esencia perdida, aquella a la que no le importaban los percances acaecidos en el camino si la meta era la satisfacción ilusionada de haber superado todas las inclemencias.

Lejos queda aquel viejo lema de la Revolución Francesa que llamaba a los ciudadanos a hacer frente común y a asumir todos los sacrificios necesarios en aras de un futuro mejor. La Fraternité (fraternidad) que derrocó el Viejo Régimen para dar más oportunidades a los más desfavorecidos. Pues bien: sepan ustedes, los que insisten en hacer fiestecitas, los que no guardan la distancia de seguridad, los que no se ponen mascarillas porque piensan que el virus no va con ustedes: “liberté sans fraternité = déscés” (libertad sin fraternidad = muerte).

…o acaso sea más honorable hacernos el Haraquiri como especie para que nuestro planeta siga luciendo plácido y bello cuando se lo contempla desde la bella y solitaria Selene.

Cristina Harster Wanger
21/07/20

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