« Regarde les images! » (mira las fotos), es un
eco lejano que proviene de mi más tierna infancia, cuando aún me costaba leer y
mi abuela suiza me daba revistas para que me entretuviera mirando las imágenes.
Desde entonces, ese mirar por la “ventana” del mundo se ha convertido en un
hábito que intento mantener vivo. Las nuevas tecnologías nos permiten ampliar
esa ventana a placer, dirigiéndola hacia paisajes que, seguramente, jamás
pisaremos en vida. También es una manera de darse cuenta de nuestra propia
pequeñez, una cura de humildad que nos resitúa en el lugar exacto de nuestra
existencia: no somos más que una gota en medio del océano del tiempo; una gota
totalmente prescindible.
Esta mañana de la segunda mitad de julio de 2020, el
Google me ofrece una visión de nuestro planeta azul, visto desde la luna ¡Qué
plácido y bello parece! Nadie diría que en su superficie sus pobladores
genéticamente más avanzados se están enfrentando a la amenaza más grande desde la
última glaciación: pandemia.
Hasta este mes de marzo, la palabra solo tenía
connotaciones bíblicas, como mucho asociadas con países del Tercer Mundo.
Cierto, habíamos vivido otras amenazas sanitarias que segaron la vida de miles
de personas. Por mi escalera bofillesca transitan las almas de algunas víctimas
del SIDA. Me imagino que Jaime Gil de Biedma habrá ido a recibir a su colega de
generación terrícola, Juan Marsé, a su llegada al otro lado de la Laguna
Estigia. Les espera toda una eternidad para alcanzar a comprender ese fenómeno
tan extraño que es la vida y que ellos intentaron desentrañar a través de la
literatura, resaltando su belleza, a menudo dolorosa.
La vida: ese fenómeno tan extraño como maravilloso, hecho
de deseo, generalmente vestido de amor. Miles de espermatozoides que salen a la
conquista de su majestad el óvulo, minuciosamente madurado durante veintiocho
días para formar un nuevo ser. Un nuevo ser con consciencia existencial. Un
milagro que, de tanto repetirse, parece que ya no nos sorprenda ni nos inspire
respeto.
Y es que, con demasiada frecuencia, nuestra conciencia se
deja nublar por un egoísmo miope, sin ventanas que nos permitan entender que
formamos parte del colectivo biológico, una carrera de relevos en la cual no
somos más que un eslabón de una cadena forjada por la mano divina del destino.
A medida que nuestra capacidad perspicacia tecnológica avanza,
nos inventamos maneras más cómodas de sobrevivir. Y, sin embargo, parece como
si tan pronto como nuestra propia evolución fue capaz de asegurarnos la
supervivencia sin demasiado esfuerzo, hubiéramos comenzado a perder el respeto por
nuestra propia existencia.
Aún recuerdo las primeras bromas sobre el Coronavirus que
circulaban por WhatsApp cuando, allá por el mes marzo, nos llegó la noticia de
que, en la lejana y legendaria China, la gente se moría a causa de un virus que
tenía una aureola a su alrededor en forma de corona. En una de ellas, se hacía
la asociación semántica con una conocida marca de cerveza mejicana.
Ya entonces no supe entender qué tenía de gracioso el
hecho de que la gente se muriera en medio de angustiosos ahogos, aunque fuera
en la otra parte del mundo. Admito: quizás yo sea demasiado sensible al
sufrimiento humano. Será porque estoy viva de puro milagro, con unas secuelas causadas
por haber estado unos momentos sin aire al nacer que han comprometido mi
movilidad y con dos cánceres que penden sobre mi como la Espada de Damocles.
Pero las risas y los chascarrillos no tardaron en devenir
congojas. La globalización hizo que la pandemia desembarcara en occidente con
toda su crudeza. La conciencia de poder ser golpeados por el terrible mal que
hacía caer a nuestros vecinos más vulnerables se convirtió en oleadas de
aplausos al anochecer prontío del mes de marzo. Al fin y al cabo, eran otros
los que se enfrentaban al monstruo invisible, los que tenían que lidiar con el
cansancio y la impotencia. Con un gesto tan simple como el de hacer picar
nuestras palmas de las manos entre sí nos sentíamos colmados de utilidad.
Hacíamos nuestra “buena obra” del día.
Mientras tanto la primavera avanzaba. Desde mi ventana vi
las ramas de los plataneros que circundan la plaza donde vivo llenarse de
botones de color verde pálido. En mis paseos facultativos del brazo de mi hermano
–si no me muevo mi musculatura afectada de parálisis cerebral tiende a
agarrotarse– notamos como la naturaleza aprovechaba el confinamiento de su
depredador más feroz para desconfinarse más allá del escuálido espacio que le
había otorgado nuestra mala conciencia. Jamás había visto a palomas más
gorditas y limpias. Jamás parques tan frondosos ni aire tan puro como el que se
respiraba aquellos días de confinamiento severo en plena Avenida Diagonal de
Barcelona.
Con el esfuerzo y el sacrificio de los sanitarios,
finalmente se consiguió bajar la macabra curva de mortalidad que nos atenazaba.
Poco a poco, dejaron de ser centenares los muertos diarios víctimas de ese
virus importado de China ¿O quizás directamente fabricado en un laboratorio de
allí para dar el golpe de gracia a esa sociedad occidental tan descreída y
prepotente, que impide que las nuevas potencias económicas se desarrollen con
la plenitud con que lo hicieron ellas en su momento? Cuando se trata de buscar
explicaciones a las calamidades que osan irrumpir en nuestra Pax
occidentalis toda teoría conspirativa es bienvenida.
Se inicia el lío de la Desescalada: que si fase 0,
preparación para el desconfinamiento, que si fase 1, inicio parcial de ciertas
actividades, que si Fase 2 (intermedia) apertura de locales con limitación de
aforo, que si Fase 3 (avanzada) flexibilización de la movilidad. A primera hora
salían los deportistas, después los abuelos y finalmente los niños ¿O era al
revés? Hasta que un día, después de muchos diles y diretes, después de muchas
órdenes y contraórdenes llegadas de las distintas instituciones públicas para
acribillar el sentido común de los ciudadanos, alcanzamos a la tan ansiada
“nueva normalidad”, un término de nuevo acuño que nos resistimos a querer
entender: ¡NADA será NUNCA como antaño!
Prueba doliente de ello es la situación que estamos
viviendo: con un mapa lleno de repuntes y rebrotes que se venían venir. Porque
sólo hizo falta que se diera el pistoletazo legal que nos permitía salir a la
calle sin restricciones para que nos echáramos histéricamente a los bares, a
las plazas y a los parques, como si de ello dependiera nuestra vida.
Salir de mi casa, cuya portería está al lado de un bar de
ligoteo de alto standing pasó a significar una carrera de obstáculos
sorteando mesas, sillas amén de un sinfín de personas agolpadas entorno a la
barra del bar como abejas en un panel de rica miel. Por su puesto, todas ellas
sin mascarilla y sin guardar la distancia de seguridad. Ir a grandes gimnasios,
otro tanto: mucho medir la temperatura al entrar, muchos dispensadores gel
hidroalcohólico por todas partes, muchas advertencias por megafonía. Pero nadie
haciendo caso, nadie limpiando las máquinas que acababan de usar.
“Antes muerta que obediente”, como si la obediencia y el
respeto de las normas fuera un defecto propio de mentes sencillas, incapaces de
actuar según su propio criterio. Y es
que vivimos en una sociedad infantilizada, donde la solidaridad es una simple
cuestión de formas, tan superficial como lo pueden ser dos minutos de aplauso
diario. Si algo va mal, la culpa es siempre del otro. Somos hijos de la era “yo
tengo derecho a…¡y los demás que se jodan!”.
Hace ya unos cuantos años, cuando la Vanguardia me
brindaba la oportunidad de publicar mis articulillos en la sección de Participación
de los lectores redacté un escrito que llevaba por título “les abelles es
suïciden” (las abejas se suicidan 2007). En él, me hacía eco del extraño
fenómeno según el cual las abejas obreras, encargadas de recolectar el polen y
el néctar de las flores, no volvían al panal para procurar el alimento a las
reinas y las larvas. Éstas, incapaces de salir de su universo hexagonal para
libar el néctar necesario para elaborar la cera y la miel, acaban por morir de
inanición. Aún hoy, trece años después, sigue sin saberse dónde van a parar las
desdichadas. Las investigaciones de los especialistas no han sabido encontrar
ningún cadáver de abeja alrededor del panal, como si las suicidas se hubiesen
dado la consigna de mantener el secreto de su panteón mortuorio, de la misma
manera que solían hacerlo los elefantes o las ballenas antes de que
profanásemos sus lugares sagrados bajo la dudosa excusa del ver para
comprender. Según mis indagaciones para recaudar la información necesaria para
redactar el artículo, la gravedad que supone la desaparición de las abejas es
trascendental, pues sin ellos no habrá polinización y, por lo tanto, no habrá
plantas, y si no hay plantas no habrá frutos, ni alimentos, etc.
O sea, que sin esos golosos insectos la hambruna se
generalizará, aún más, provocando una debacle demográfica. De hecho, ya se está
empezando a considerar la generalización del consumo de insectos como solución
a la inevitable escasez de vegetales, provocada por un cambio climático fruto
de la polución que genera nuestra especie. Como si no se quisiera entender que,
si nos cargamos la naturaleza, nos la cargamos a lo grande: y no quedarán ni
animales vertebrados ni invertebrados, ni vegetales ni nada de nada.
¿Nos estamos suicidando nosotros también como especie
humana? ¿Nos ha cogido un ataque de cordura y hemos entendido que la vida del
Planeta Tierra es incompatible con nuestra existencia? ¡Lo dudo! No somos tan
generosos. Más bien pienso que nos hemos vuelto idiotas, en medio de una
sociedad infantilizada que se niega a responsabilizarse de sus propios actos. La
sociedad del consumo y del bienestar nos ha llevado a concebir las calamidades
que afectan a nuestra condición humana como un juego de rol que sirve para
entretenernos viendo como las distintas instituciones se pelean entre sí, no
para imponer las leyes que más convienen al bien común, sino simplemente para
tener razón. ¡Y así nos va!
“¡Hay que relanzar la economía como sea!”, se oye por
todas partes, pero aún no he oído ni un solo experto que hable de reorganizar
la economía, de dejar atrás la zanahoria de la productividad y comenzar a
pensar en el bien común. Con una población en creciente envejecimiento, quizás
haya que preocuparse de cómo vamos a cuidar de nuestros mayores asegurándoles
la dignidad que se merecen por haberse sacrificado y cuidado de nosotros.
Quizás haya que planteare algunas renuncias en nuestro estridente Estado del
Bienestar. Probablemente debamos volver a ciertas “incomodidades”, como por
ejemplo devolver los envases vacíos a la tienda para que los higienicen y los
reutilicen. Quizás no podamos viajar tanto, o no tan cómodamente, sin apenas
molestarnos en averiguar la idiosincrásica del pueblo que visitamos. Quizás
debamos reciclar nuestra inventiva para imaginarnos entretenimientos sin necesidad
de recurrir a maquinitas que nos lo hacen todo. Quizás debamos acostumbrarnos a
tener un ropero restringido en vez de un gran vestidor donde la mitad de la
ropa que hay colgada en él, comprada por su puesto a precio de saldo, duerme el
sueño de los inútiles a quienes no se recurre jamás. Quizás haya llegado el
momento de ir en busca de nuestra esencia perdida, aquella a la que no le
importaban los percances acaecidos en el camino si la meta era la satisfacción
ilusionada de haber superado todas las inclemencias.
Lejos queda aquel viejo lema de la Revolución Francesa
que llamaba a los ciudadanos a hacer frente común y a asumir todos los
sacrificios necesarios en aras de un futuro mejor. La Fraternité (fraternidad)
que derrocó el Viejo Régimen para dar más oportunidades a los más
desfavorecidos. Pues bien: sepan ustedes, los que insisten en hacer
fiestecitas, los que no guardan la distancia de seguridad, los que no se ponen
mascarillas porque piensan que el virus no va con ustedes: “liberté sans
fraternité = déscés” (libertad sin fraternidad = muerte).
…o acaso sea más honorable hacernos el Haraquiri como
especie para que nuestro planeta siga luciendo plácido y bello cuando se lo
contempla desde la bella y solitaria Selene.
Cristina
Harster Wanger
21/07/20
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