Busco
en la Wikipedia que es la justicia. Me dice que es un concepto moral que
implica tratar a cada persona de manera imparcial. Su símbolo –completa la
definición– es una mujer con los ojos vendados que sostiene una balanza.
La
balanza, el equilibrio; he ahí la utopía que persigue el hombre desde que
abandonó las cavernas y decidió vivir en sociedad. Una utopía que hoy en día
parece más lejana que en otras épocas, como por ejemplo durante la Ilustración
(s. XVIII) donde se tendía al análisis racional, a buscar “el justo medio
aristotélico”, alejado de las pasiones humanas, en todos los ámbitos de la
existencia.
En
nuestros días, el acceso a la generalizado a la información favorece la
pluralidad de opiniones sobre todo tipo de asuntos, incluso aquellos que hasta no
hace mucho, estaban reservados a los especialistas.
Todos
nos hemos convertido en jueces y parte. Todos tenemos un criterio formado sobre
absolutamente todo. Pero especialmente en las cuestiones que tienen que ver con
esa trastienda del carácter humano, donde apenas llega la luz de la razón: nuestras
pulsiones, nuestros miedos y nuestros anhelos.
Exhibimos
sin cortapisas el desconsuelo por la pérdida de un chiquillo a manos de una
madrastra malvada, o nos manifestamos abiertamente en contra de una sentencia
judicial que nuestro estómago sentimental juzga demasiado tenue, habida cuenta
de la gravedad de unos hechos claramente repudiables: la violación “en manada”
de una chica en un portal en plenas fiestas de San Fermín.
Esta semana,
además, hemos conocido el triste desenlace del pobre Alfie, el niño británico
aquejado por una grave enfermedad incurable. Ha sido una batalla cruenta entre el
instinto de unos padres, que se rebelaba a dejar morir a su chico de 15 meses,
y el saber objetivo de unos médicos, cuya ciencia era incapaz de darles
esperanza.
A las puertas del hospital donde Alfie se debatía entre la vida y la muerte
y de los juzgados donde se dirimía la cuestión, una multitud de ciudadanos se
agolpaba para dar apoyo a los padres desesperados. Contaban, además, con el
infalible aval del Papa que, como representante último de la iglesia católica,
abogaba por hacer todo lo posible por preservar la vida del niño.
¿Y qué decir de Cataluña? donde bajo una aparente espontaneidad, el pueblo se
moviliza para denunciar la injusticia sentimental que supone no dar cobijo a un
derecho tan noble y respetable cómo es el de erigirse en una comunidad
cohesionada, con una historia común y una lengua mutuas.
Y es que, de un tiempo a esta parte, el racionalismo y la independencia de
opiniones basada en hechos objetivos se ha venido arrinconando para
sustituirlo por un supuesto derecho expresar emociones más viscerales sin
ninguna cortapisa.
Todo comenzó algunos años atrás, con la irrupción en las parrillas
televisivas de programas donde personajes populares se permitían volcar sus cuitas
personales sin el más mínimo pudor.
Ni antes ni ahora, nadie se ha parado analizar qué hay de manipulación detrás
de esta supuesta invitación a expresar los sentimientos más primarios sin
ninguna cortapisa. Por el contrario, se tiende a azuzar la exacerbación de los
sentimientos, antes que calmar las aguas.
Actualmente, las cadenas televisivas se disfrazan de ecuanimidad, invitando
a jueces a dar su opinión acerca de sentencias controvertidas. Pero cuando sus señorías
se atreven a decir que, desde el punto de vista técnico judicial, la sentencia
de “la manada” tenía su razón de ser, el entrevistador, abiertamente escandalizado
por las contestaciones de la jueza por no cuadrar con las protestas populares, intenta
manipular la opinión del entrevistado.
Si es eso imparcialidad, ¡apaga y vámonos!, como decía aquél. Como si se
pretendiese que la Dama de las Balanzas Equilibradas, no sólo recuperase la
vista y el oído que la hacían parcial, sino que, además, se aspirase a volverla
humana en el sentido más negativo y parcial de la palabra.
Como si el concepto “confianza” en el saber ajeno –en este caso el de los
jueces– quisiese desterrarse del vocabulario humano. Como si los años
de esfuerzo y trabajo que conlleva tal disciplina, llena de términos
técnicos ajenos al lenguaje y al entendimiento popular, no tuvieran valor algún
alguno.
Ciertamente la muerte de un niño es una tragedia. La lucha de sus
padres para agotar todas las vías posibles antes de conformarse con su muerte
es, aparte de comprensible, conmovedora. Pienso en ese dulce niño cuyas fuerzas
se han ido pagando irremediablemente. Pero en el preciso instante que Alfie
falleció, Caronte, el barquero que pasa a los hombres hacia el reino de los
muertos a través de la Laguna Estigia, se llevó también a un número
vergonzosamente impreciso de chiquillos que murieron de hambre en el mundo.
Intentar comparar ambas calamidades es obsceno, pero también lo es pretender
poner el foco sobre una única tragedia sin tener en cuenta que, de injusticias
terribles, las hay a cada minuto.
En las tragedias griegas el coro servía para guiar al espectador por
los laberintos de la argumentación, subrayando los comportamientos dignos
de admiración y aquellos que eran dignos de reprobación. Su función
moralizadora exigía un férreo control del argumentario.
Se supone que nuestra civilización ha avanzado mucho desde entonces, y que
hoy en día cada uno de nosotros dispone de las herramientas necesarias para
crearse un criterio propio. No nos dejemos, pues, manipular por quienes
pretenden exacerbar nuestros sentimientos, poniéndolos en la palestra del
maniqueísmo empobrecedor. Tengamos más
confianza en nuestro saber colectivo, forjado a través de muchos siglos de
aprendizaje.
Pero
al mismo tiempo: no nos olvidemos quienes somos y de donde venimos. Según
Darwin, somos una especie evolucionada de ciertos homínidos cuyo cerebro ha
sido dotado de la capacidad de discurrir, de tener conciencia de nosotros
mismos. Nada menos. Ni tampoco nada más. Somos capaces de elaborar las teorías
más sofisticadas, de descubrir el funcionamiento de los sistemas biológicos que
nos mantienen en vida. Pero en nuestro ADN perdura intacto el instinto de
sobrevivir al más débil, sometiéndolo o incluso aniquilándolo si es necesario ¿No
es acaso eso lo que hacemos en todos los ámbitos de nuestra existencia
política, social, cultural, emocional, sexual? Porque no debe ser casualidad
que sean los colectivos físicamente más débiles –mujeres, discapacitados,
pobres, enfermos, …– los que se queden siempre en la retaguardia, los que padezcan
las iras –instintivas o no– de los más fuertes. Quizás si tuviéramos el valor
de encontrar la manera de desactivar ese tic endémico de nuestras vidas
diarias, pondríamos la primera piedra de un mundo más justo y verdaderamente
igualitario.
Cristina
Harster Wanger
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