jueves, 10 de mayo de 2018

La caída de la venda de una dama llamada justicia




Busco en la Wikipedia que es la justicia. Me dice que es un concepto moral que implica tratar a cada persona de manera imparcial. Su símbolo –completa la definición– es una mujer con los ojos vendados que sostiene una balanza.

La balanza, el equilibrio; he ahí la utopía que persigue el hombre desde que abandonó las cavernas y decidió vivir en sociedad. Una utopía que hoy en día parece más lejana que en otras épocas, como por ejemplo durante la Ilustración (s. XVIII) donde se tendía al análisis racional, a buscar “el justo medio aristotélico”, alejado de las pasiones humanas, en todos los ámbitos de la existencia.

En nuestros días, el acceso a la generalizado a la información favorece la pluralidad de opiniones sobre todo tipo de asuntos, incluso aquellos que hasta no hace mucho, estaban reservados a los especialistas.

Todos nos hemos convertido en jueces y parte. Todos tenemos un criterio formado sobre absolutamente todo. Pero especialmente en las cuestiones que tienen que ver con esa trastienda del carácter humano, donde apenas llega la luz de la razón: nuestras pulsiones, nuestros miedos y nuestros anhelos.

Exhibimos sin cortapisas el desconsuelo por la pérdida de un chiquillo a manos de una madrastra malvada, o nos manifestamos abiertamente en contra de una sentencia judicial que nuestro estómago sentimental juzga demasiado tenue, habida cuenta de la gravedad de unos hechos claramente repudiables: la violación “en manada” de una chica en un portal en plenas fiestas de San Fermín.

Esta semana, además, hemos conocido el triste desenlace del pobre Alfie, el niño británico aquejado por una grave enfermedad incurable. Ha sido una batalla cruenta entre el instinto de unos padres, que se rebelaba a dejar morir a su chico de 15 meses, y el saber objetivo de unos médicos, cuya ciencia era incapaz de darles esperanza.

A las puertas del hospital donde Alfie se debatía entre la vida y la muerte y de los juzgados donde se dirimía la cuestión, una multitud de ciudadanos se agolpaba para dar apoyo a los padres desesperados. Contaban, además, con el infalible aval del Papa que, como representante último de la iglesia católica, abogaba por hacer todo lo posible por preservar la vida del niño.

¿Y qué decir de Cataluña? donde bajo una aparente espontaneidad, el pueblo se moviliza para denunciar la injusticia sentimental que supone no dar cobijo a un derecho tan noble y respetable cómo es el de erigirse en una comunidad cohesionada, con una historia común y una lengua mutuas.

Y es que, de un tiempo a esta parte, el racionalismo y la independencia de opiniones basada en hechos objetivos se ha venido arrinconando para sustituirlo por un supuesto derecho expresar emociones más viscerales sin ninguna cortapisa.

Todo comenzó algunos años atrás, con la irrupción en las parrillas televisivas de programas donde personajes populares se permitían volcar sus cuitas personales sin el más mínimo pudor.
Ni antes ni ahora, nadie se ha parado analizar qué hay de manipulación detrás de esta supuesta invitación a expresar los sentimientos más primarios sin ninguna cortapisa. Por el contrario, se tiende a azuzar la exacerbación de los sentimientos, antes que calmar las aguas.

Actualmente, las cadenas televisivas se disfrazan de ecuanimidad, invitando a jueces a dar su opinión acerca de sentencias controvertidas. Pero cuando sus señorías se atreven a decir que, desde el punto de vista técnico judicial, la sentencia de “la manada” tenía su razón de ser, el entrevistador, abiertamente escandalizado por las contestaciones de la jueza por no cuadrar con las protestas populares, intenta manipular la opinión del entrevistado.

Si es eso imparcialidad, ¡apaga y vámonos!, como decía aquél. Como si se pretendiese que la Dama de las Balanzas Equilibradas, no sólo recuperase la vista y el oído que la hacían parcial, sino que, además, se aspirase a volverla humana en el sentido más negativo y parcial de la palabra.

Como si el concepto “confianza” en el saber ajeno –en este caso el de los jueces– quisiese desterrarse del vocabulario humano. Como si los años de esfuerzo y trabajo que conlleva tal disciplina, llena de términos técnicos ajenos al lenguaje y al entendimiento popular, no tuvieran valor algún alguno.

Ciertamente la muerte de un niño es una tragedia.  La lucha de sus padres para agotar todas las vías posibles antes de conformarse con su muerte es, aparte de comprensible, conmovedora. Pienso en ese dulce niño cuyas fuerzas se han ido pagando irremediablemente. Pero en el preciso instante que Alfie falleció, Caronte, el barquero que pasa a los hombres hacia el reino de los muertos a través de la Laguna Estigia, se llevó también a un número vergonzosamente impreciso de chiquillos que murieron de hambre en el mundo. Intentar comparar ambas calamidades es obsceno, pero también lo es pretender poner el foco sobre una única tragedia sin tener en cuenta que, de injusticias terribles, las hay a cada minuto.

En las tragedias griegas el coro servía para guiar al espectador por los laberintos de la argumentación, subrayando los comportamientos dignos de admiración y aquellos que eran dignos de reprobación. Su función moralizadora exigía un férreo control del argumentario.

Se supone que nuestra civilización ha avanzado mucho desde entonces, y que hoy en día cada uno de nosotros dispone de las herramientas necesarias para crearse un criterio propio. No nos dejemos, pues, manipular por quienes pretenden exacerbar nuestros sentimientos, poniéndolos en la palestra del maniqueísmo empobrecedor.  Tengamos más confianza en nuestro saber colectivo, forjado a través de muchos siglos de aprendizaje.

Pero al mismo tiempo: no nos olvidemos quienes somos y de donde venimos. Según Darwin, somos una especie evolucionada de ciertos homínidos cuyo cerebro ha sido dotado de la capacidad de discurrir, de tener conciencia de nosotros mismos. Nada menos. Ni tampoco nada más. Somos capaces de elaborar las teorías más sofisticadas, de descubrir el funcionamiento de los sistemas biológicos que nos mantienen en vida. Pero en nuestro ADN perdura intacto el instinto de sobrevivir al más débil, sometiéndolo o incluso aniquilándolo si es necesario ¿No es acaso eso lo que hacemos en todos los ámbitos de nuestra existencia política, social, cultural, emocional, sexual? Porque no debe ser casualidad que sean los colectivos físicamente más débiles –mujeres, discapacitados, pobres, enfermos, …– los que se queden siempre en la retaguardia, los que padezcan las iras –instintivas o no– de los más fuertes. Quizás si tuviéramos el valor de encontrar la manera de desactivar ese tic endémico de nuestras vidas diarias, pondríamos la primera piedra de un mundo más justo y verdaderamente igualitario.

Cristina Harster Wanger

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