sábado, 28 de abril de 2018

De Profundis … o las insondables simas de la levedad del ser

Abro los ojos con un artículo de Santi Vila sobre De Profundis de Oscar Wilde. En él el exconseller analiza la debilidad humana de juzgar y criticar las actitudes ajenas alegremente, sin tener en cuenta las debilidades y las circunstancias particulares.
Leí ese libro durante mi juventud y me impactó profundamente el inmenso dolor que desprendía, la dureza y la impiedad de las conveniencias humanas, demasiado a menudo convertidas en dogmas inamovibles allende de los cuales sólo existe el desierto moral.
Ciertamente, como apunta el exconseller, tenemos la neurona muy ligera a la hora de juzgar las actitudes humanas, especialmente cuando las personas implicadas no comulgan con nuestra visión del mundo o nuestras ideas políticas.
Me tomo el café de media mañana con unas fotos del World Press. Ilustran un estudio según el cual entre las alteraciones psicológicas y psiquiátricas que sufren los demandantes de asilo durante su periplo diferentes países europeos como Suecia, se halla un estado de apatía tan grave que los lleva hasta la catalepsia. Los autores de dichos informes –psicólogos y personal médico encargado atender a esas personas–
afirman que tales alteraciones son una manifestación de la pérdida de los hábitos cotidianos –horas de comida, de sueño, etc.– en los que se ven inmersos.
Intento imaginarme por un momento como debe ser el día a día de una persona que no tiene expectativas claras acerca de su porvenir, que ni siquiera sabe dónde va a estar en el mes siguiente, que se siente ajena y desconectada del entorno donde ha ido a parar su errático periplo. Entonces pienso que cuando nos quejamos de la monotonía de nuestra cotidianeidad nos estamos quejando de puro vicio, como niños malcriados que se aburren en medio de sus montañas de juguetes. Sólo quién ha estado seriamente enfermo sabe la dulzura que se esconde tras una tarde fuera del hospital. No hace falta que pase nada extraordinario: cada minuto de “aburrimiento” es oro para él.
Almuerzo con el bombazo de la noticia de Cristina Cifuentes. Después de semanas en el candelero a raíz del escándalo de su máster obtenido fraudulentamente, sin siquiera asistir a clase, las imágenes de la cámara de seguridad constituyen sin duda alguna la ejecución de una sentencia sumarísima. No hay perdón posible para semejante comportamiento, especialmente viniendo de una persona que no sufre ningún tipo de restricción económica como para no poder comprarse una crema que, además, no es de las más caras, puesto que se vende en el súper. El detalle que faltaba para hundir su carrera profesional, política y personal por los siglos de los siglos. El hecho de que incidente tuviese lugar hace siete años, es un detalle sin importancia: entonces como ahora la señora Cifuentes era un “pez gordo” del Partido Popular, se podía pagar perfectamente una cremita de super.
Hace unos meses, haciendo zapping, me topé con el programa de Osborne en el que precisamente venía como invitada Cristina Cifuentes. No soy demasiado amiga de este tipo de panegíricos televisivos, orquestados para realzar tanto al invitado cómo anfitrión-entrevistador. Sin embargo, me detuve unos momentos en él. Tenía curiosidad por saber los puntos de vista de una mujer que, aún llamándose como yo, no tiene absolutamente nada en común conmigo. El decorado de una casa minimalista con jardín no es precisamente el mejor lugar para despertar complicidades en unos televidentes la mayoría de los cuáles viven en un espacio cien veces menor que el que retrata el gran angular del programa.
Y sin embargo no puedo dejar de sentir cierta pena por ella. Porque no puedo dejar de preguntarme qué puede llevar a una mujer poderosa, que tiene posibilidades de conseguir bienes materiales con relativa facilidad, a cometer un hurto propio de adolescentes ansiosos por descubrir los excitantes confines de sus acciones. Al fin y al cabo, si la señora Cifuentes quería una crema de belleza sin tener que pagarla, bien podría haberse dirigido a una marca cosmética de prestigio. Estoy más que convencida que con solo ofrecer su nombre para la publicidad habría conseguido todos los productos que hubiera querido. Los médicos, por poner un ejemplo, están hartos de recibir presentes valiosos por parte de marcas comerciales de todos los sectores del consumo ¿Cómo no los iba a recibir una política de tanto renombre?
Es por ello que no dejo de preguntarme si no habrá por medio algún tipo de patología que explique tan inadecuado comportamiento: cleptomanía por ejemplo. En tal caso, ¿Se imaginan ustedes lo que supone para un personaje público de este calado padecer esta patología?¿Y para sus allegados: marido, hijos…por no hablar de los compañeros de partido
Como dice Santi Vila en su artículo estamos demasiado acostumbrados a encarnizarnos con las debilidades ajenas, sobre todo si pertenecen personajes públicos de partidos políticos antagonistas a los nuestros. Curiosamente, pasamos por alto las tragedias que ocurren justo delante de la puerta de nuestras casas, como por ejemplo la de esos demandantes de asilo, sumergidos en el infierno del no-ser al que los someten nuestras leyes europeas. Cómo si alzar nuestro dedo acusador contra nuestros antagonistas nos limpiara para siempre de nuestras propias culpas.
No estoy diciendo que el comportamiento de mi tocaya sea excusable ni mucho menos. Todo lo contrario: constituye una prueba más de que la res pública, como llamaban los romanos a los entes administrativos y gubernamentales, necesita de controles de calidad humana mucho más férreos. La frase precisamente clásica, “la mujer del César no solo debe ser honrada si no también parecerlo” adquiere hoy en día toda su vigencia, aunque se aplique solo de tarde en tarde y a menudo solo para contrarrestar al adversario.
Sin embargo, pienso que antes de abalanzar nos sobre el enemigo para reprocharle sus errores tendríamos qué analizar primero los nuestros. Quizá de este modo descubriríamos que los pecados ajenos están hechos de la misma materia que lo están los nuestros.

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