domingo, 10 de octubre de 2021

Los “nuevos cultos” ya no saben aplaudir

Se trata de un fenómeno que vengo observando desde antes de la pandemia. Da igual en qué localidad se ubique uno, en los pisos altos del Liceu, del Palau de la Música, o del Auditori, o en su noble platea. Los nuevos cultos ya no saben cuándo es pertinente aplaudir. Pasó el otro día, miércoles 6 de octubre, en el transcurso de una de las innombrables óperas de Haendel, Radamisto. El elenco era de lujo: la orquesta barroca Il pomo d’Oro, que confieso desconocía, amén de un grupo de cantantes de los cuales solo tenía referencia del mal llamado contratenor Philippe Jaroussky. Pues contratenores eran los castrati; y el último falleció a principios del siglo XX, cuando la curia de San Pedro no toleraba la presencia de voces femeninas en la capilla Sixtina por considerarlas impuras. Prefería las voces blancas masculinas, cuya “pureza”, a juzgar por los ingentes casos de pederastia que van saliendo a la luz, tampoco se preocupaba mucho de conservar. No me considero ninguna experta en la materia. Yo solo sé, que desde que descubrí en casa un disco de vinilo en el que Fisher-Dieskau cantaba áreas barrocas de Haendel, me enamoré de la música antigua. Debía tener, ya, dieciocho años. Desde entonces, aprovecho todas las oportunidades que puedo para asistir a conciertos de música antigua. Con los años, me he adentrado en este mundo que considero mágico. También he tenido la suerte de que este estilo se ha ido popularizando. Tengo a mis ídolos en el canto barroco. Y no solo internacionales como Philippe Jaroussky, Andreas Scholl, Cecilia Bartoli o Nathalie Stutzmann. Aquí también tenemos muy buen producto nacional: Nuria Rial o Xavier Sabata son ejemplos magníficos. La ópera barroca no es fácil de representar, especialmente las de Haendel, que requieren de grandes escenografías, a menudo condensadas en escenarios minimalistas no siempre acertados. Es por eso que, muchas veces, las óperas antiguas se ofrecen en versión concierto. Ello requiere de un considerable esfuerzo de concentración, tanto por parte de los músicos como por parte del espectador. ¡Es increíble lo alto que se puede llegar a volar con la imaginación! En nuestro mundo cotidiano, tan denotativo y realista, poner en marcha la máquina de crear realidades paralelas con la mente, es un ejercicio no solo agradable, sino necesario para evitar que la imaginación se nos atrofie. Pero para la concentración es imprescindible el silencio, otro valor a la baja en nuestros días. Un silencio al cual, algunos espectadores, parecen tenerle pavor pese a los reiterados avisos por megafonía advirtiendo de la necesidad de apagar los teléfonos móviles, o cuando menos silenciarlos. Siempre se escapa el tono de algún celular, cuyo propietario ha hecho caso omiso a las advertencias. O si ha obedecido, siente la irresistible necesidad de consultarlo, haciendo brillar su pantalla y estorbando a su vecino inmediato que intenta concentrarse. “Érase una vez un hombre a un móvil pegado”, escribiría sin duda Quevedo de haber nacido en nuestros días. A veces pienso que, si nuestra especie consiguiera sobrevivir unos cuantos millones de años más sin destruir la tierra, mostraría en su fisiología alguna modificación producida por tanto mirar el teléfono móvil. ¿Quién sabe?, quizás nuestro dedo índice se afilaría exageradamente para poder teclear con mayor precisión. O nuestros ojos traerían “de la fábrica biológica” unos visores telescópicos incorporados para poder fijar mejor nuestra mirada en las pantallas, cada vez más diminutas, de nuestros microordenadores. Pero no es solo eso. Demasiado a menudo, nuestro distraído compañero de espectáculo reacciona activamente picando las palmas de sus manos entre sí cuando la música se para; aunque solo sea porque ha terminado, no ya una aria sino una simple escena. Una de las principales cosas que nos enseñó nuestra madre cuando nos llevó por primera vez al Liceo a mi hermano y a mí, fue la de no estorbar nunca el trabajo de un cantante. “Se aplaude al acabar el acto, nunca en medio de una escena, salvo en casos muy excepcionales”. Desde entonces, me espero prudentemente a la reacción del público más experto que yo, antes de ponerme a aplaudir. Si yo necesito concentrarme durante el concierto o la ópera en cuestión, los cantantes y los músicos deben necesitarlo aún más. Durante la fabulosa versión orquestal de Radamisto, mi vecina de fila, una chica oriental monísima, se ponía a aplaudir y a silbar, prácticamente cada vez que Jaroussky abría la boca. ¡Parecía más bien una teenager en un concierto de rock! ¡¿Cómo demonios se puede concentrar uno e imaginarse el palacio de la antigua armenia y la complicada trama basada en dos parejas: el rey Tiridates I de Armenia y su esposa Polissena, y el príncipe Radamisto y Zenobia, si te interrumpen cada poco con aplausos e irracionales gritos de júbilo?! Estoy por proponer a los responsables del Liceo que, junto a los avisos de apagar los móviles antes de cada función, se den instrucciones rápidas sobre cuando es pertinente aplaudir. En nuestra sociedad cada vez se menosprecia más el silencio. Pero al menos en la música y las demás artes escénicas, debería ser la muestra de máximo respeto al trabajo de todo el elenco –músicos, cantantes directores de escena, iluminadores, sastres, etcétera que intervienen en una obra musical–. l, más si cabe, cuando se trata de algo tan complejo como lo es una ópera antigua. CHW

No hay comentarios:

Publicar un comentario