lunes, 25 de enero de 2021

¡Si esto no ha sido un día perfecto, que baje dios y lo certifique!

No lo puedo negar. De buena mañana, mi corredora de seguros ha contactado conmigo: “No me hace perder el tiempo como dice en su último correo, señora, ¡es que me indigna la falta de empatía de algunos profesionales hacia las personas!” La mujer se refería a la dichosa PCR que tenía programada para hoy en un laboratorio de pago. Ante la aparente incapacidad del centro sanitario de lujo donde hago la quimio para redactar un papel que diga: “la señora tal necesita una PCR para poder realizar su sesión”, mi agente estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarme. “Mándeme la factura cuando vuelva, que algo se podrá hacer”, me escribió al fin. A la hora convenida, mi hermano/escudero y yo nos dirigimos hacia el laboratorio en cuestión. Yo estaba exultante: salía de mi madriguera después de días sin pisar la calle; y además lo hacía con mi súper vehículo, que me permite desplazarme sin tener que pensar donde pongo los pies, cómo mantengo el equilibrio…en fin, todo aquello que la gente corriente y moliente hace automáticamente, ¿Qué más podía pedir? Cruzamos por el parque a esas horas casi vacío, ¡qué gozo cuando pueda volverme a sentar en uno de sus bancos!, aunque sea para contemplar el estanque ahora vaciado de nenúfares. Mientras lo atravesábamos, no pude evitar recordar el poema de Papasseit, “tot l’enyor de demà” (toda la nostalgia del mañana). Aunque mi viejo maestro lo encuentre deprimente, pues habla de la muerte, yo lo considero uno de los cantos a la vida más potentes: pues ¿qué puede haber de más hermoso que desear la vuelta a la vida cotidiana, aunque uno se haya tenido que marchar de este mundo? La muerte, una palabra que incomoda a ciertas personas. Y, sin embargo, como dijo mi padre a raíz de mi segundo cáncer, bastante “chungo” cuando empezó y ahora por fortuna bastante más dominado, “La muerte es el final natural de le vida” ¿Miedo? ¡Pues claro! “Valiente no es aquel que no tiene miedo, valiente es aquel que aun teniéndolo no abandona”, resuenan una vez más en mi memoria las palabras de mi viejo maestro. ¡Qué triste manía tienen algunos en pretender pasar por la vida bien anestesiados! Por fin llegamos a nuestro destino. Lo hacemos con más de diez minutos de antelación, como suele ser usual en nuestra familia de raíces helvéticas. Ya no sorprende tener que guardar cola en la calle para entrar en el local. Eso sí: sin perder de vista a mi vehículo especial para abueletes, convenientemente aparcado en la acera. No hace mucho unos jóvenes intentaron manosearlo mientras yo hacía unas gestiones… Hoy tenemos suerte, la cola es corta y enseguida me planto ante el mostrador mientras mi hermano se queda fuera, haciendo de vigía. La enfermera/recepcionista me saluda con simpatía: “¿de nuevo por aquí?” Se agradece un poco de amabilidad entre tanta cara de crispación, aunque sea de pago… Me siento en una sala de espera llena de carteles que indican los lugares que deben dejarse vacíos para certificar la distancia de seguridad. Unos asientos más adelante hay un señor que espera su turno. “Esto va a ser rápido”, me digo, “vale la pena pagar de más”. Olvido que en el hospital de lujo donde me hacen la quimioterapia nos pasamos cinco y hasta ocho horas cada vez que vamos, ¡y no solo debido al tratamiento que dura cuatro horas! De pronto oigo unas voces detrás de mí, donde queda la recepción. “¡Qué raro!”, me digo, “si solo dejan entrar a una persona cada vez…” Cuando giro la cabeza, veo a una mujer de unos cuarenta años enfundada en un anorak de plumas que espera detrás del cliente/paciente que se halla frente al mostrador, ultimando las gestiones para poder hacer sus análisis. Está muy enfadada: “¡¡¡En la calle tengo frío!!!”, grita a todo pulmón. La enfermera/recepcionista le dice con buenos modales que espere fuera, las normas COVID así lo requieren. La mujer se defiende; apoyada contra la pared, cruza sus brazos a la altura del pecho, cuál niña en plena pataleta: “¡que no me pienso ir! ¡que en la calle tengo frío!”, insiste. Los escasos espectadores no salimos de nuestro asombro: “¡Oiga! ¡Que estamos en plena pandemia! ¡Hay normas de seguridad que cumplir!”, le dicen. Pero ella permanece impasible con su actitud rebelde. “¿Tendré que llamar a la policía?”, dice alguien al fin con un tono verdaderamente autoritario. La mujer se rinde y sale. Los demás nos miramos con un aire entre aliviado e indignado. ¿Y aún sorprende la alta tasa de contagios? Una enfermera me llama para hacer la prueba. Esta vez el palito desciende por la garganta más de la cuenta. Toso. Pero ya está. Tendré los resultados en 24 horas ¡Crucemos los dedos! Por una vez, tengo ganas de que me toque “negativo”. Desandamos el camino hacia casa. Aprovecho para dar los últimos respiros en libertad. Encerrada de nuevo en mi precioso piso donde viví de niña, intento ponerme objetivos que me resulten atractivos: tengo que hacer la compra por internet para no estar siempre dando la lata a mi hermano; tengo que contestar al correo de mi amigo y asesor médico, quiero engrosar mi blog con un nuevo artículo, tengo que empezar de una puñetera vez el segundo capítulo de mi nuevo libro…proyectos de un futuro que aún es mío. Me pido un japo por Glovo. Hoy no quiero cocinar. Al despertar de la siesta, recibo el WhatsApp de mi logopeda y profe de canto: quiere saber cómo estoy. Le respondo que muy bien, que el motorcillo que habita en mi interior funciona a pleno rendimiento, que me hace cosquillas en la barriga y que, como ella misma vaticinó un día, mi “mal”, mi cangrejo oncológico, ya no está. Me contesta al cabo de un rato diciéndome que se ha emocionado al leer mi mensaje, que me quiere y espera poder hacer clase de canto en dos semanas. Le respondo con un corazón. ¡Si esto no es un día perfecto, que baje dios y lo certifique!

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