lunes, 21 de diciembre de 2020

Una noche de pandemia en el Palau y otra en el Liceu

La semana pasada, mi amiga melómana y yo, nos aventuramos por primera vez en muchos meses a asistir a un concierto de música en directo. Se trataba de las partitas Núms. 2 y 3 de Juan Sebastián Bach para violín, interpretadas por el joven músico Bernat Prat en el Palau de la Música Catalana de Barcelona. La experiencia colmó con creces nuestra sed espiritual. Una vez atravesado el cordón sanitario pertinente en tiempos de pandemia, accedimos a una sala semi vacía donde el silencio acompañaba la solemnidad del evento. Estaba claro que todos los que estábamos allí éramos conscientes de nuestro privilegio. Acostumbrados a ver un recinto de bote en bote, donde los asientos incómodos acinan a los espectadores y oyentes sin apenas dejar espacio para poner las piernas, pudimos incluso colocar los enseres personales en la silla de al lado. No había programa de mano, pero a la hora señalada una voz agradable nos daba la bienvenida, facilitándonos oralmente el programa del concierto. “Unos cuantos papeles que no irán directos a la basura”, me dije mientras escuchaba por enésima vez la retahíla de normas anti-COVID, “¿Por qué no puede ser siempre así?”, “¿Por qué nos cuesta tanto acostumbrarnos al silencio, tan reparador para el alma?”. Mientras el joven músico derramaba las notas bachianas con una cadencia sanadora, miré de reojo a las estatuas de Beethoven y de Nietzsche que custodian el escenario. “¿Qué pensarían ante una situación pandémica como la nuestra? Seguro que nos considerarían una panda de quejicas por no saber adaptar nuestro “yo” a las circunstancias. Salimos del concierto con el alma henchida de paz. Mi amiga y yo hicimos doblete, pues al día siguiente tuvimos la fortuna de entrar en otro templo de la música, el Gran Teatre del Liceu, donde se representaba LA TRAVIATA de la mano de una de las mejores sopranos de la lírica actual, la cubana Lisbeth Oropeza. Ni los cantantes, ni la directora de orquesta Speranza Scapucci –que me pareció especialmente sensible a la hora de acompañar a los personajes, embarcados en una trama de pasión mancillada por las reglas sociales del “¡qué dirán!”– ni la escenografía, a medio caballo entre el rigor histórico y la atemporalidad, decepcionaron. Todo encajó como un guante. Y, sin embargo, no pude percibir la misma paz interior del concierto de Bach. “¡Claro!”, me dirán ustedes, “¿A quién se le ocurre comparar la monacalidad de el compositor alemán con el burbujeo petillante de una obra que muestra las penas y las glorias de la sociedad burguesa del XIX?”. Pero no fue la historia de esa comunidad de bonvivants, retratada por Alexandre Dumas en la Dama de las Camelias, lo que me dejó con un punto de desencanto. O fue, precisamente eso, pero aplicado al otro lado del escenario: el patio de butacas. Y es que ya hace tiempo que el público del Liceu no es el que era: gente que adoraba la música que contaba historias visuales. Por no saber, ni siquiera sabe cuando es el momento adecuado para aplaudir, poniendo cuidado en no interrumpir, ya no en medio de un área, que en casos muy excepcionales tiene su aquél, sino en medio de una escena. Tampoco fue capaz de respetar las normas anti-COVID ampliamente explicadas antes de la función. Los dos entreactos fueron un amago de sublevación, con gente levantándose de las butacas cuando había sido expresamente desaconsejado. Y ya no hablemos de respetar un silencio que, amén de evitar que las partículas de saliva campen a sus anchas propiciando posibles infecciones, ayudan a interiorizar la belleza del espectáculo que se nos está ofreciendo. La salida del teatro fue igual de atropellada como lo podría haber sido si no hubiera habido pandemia. Con la misma gente colándose descaradamente para pillar un taxi, incluso ante una servidora, que tiene problemas de movilidad. Hace tiempo que el Liceu ha dejado de ser para mi aquella noche mágica de navidad que vivía con una ilusión maravillada, aunque fuera pleno verano. Como la de aquella velada del Mundial del 82, cuando mi madre nos llevó por primera vez a la ópera, mi hermano tuvo que alquilar una corbata para que le dejasen entrar. Cada vez cuesta más distinguir esa luz especial en las miradas de la gente, consciente de asistir al milagro evanescente de los sentimientos hechos canto. Una pena. Cristina Harster Wanger

No hay comentarios:

Publicar un comentario