miércoles, 18 de noviembre de 2020

MI AMIGA RAQUEL

Mi amiga Raquel tiene COVID y está ingresada en el hospital. Mi amiga Raquel tiene, además, una parálisis cerebral que ha afectado también a su capacidad intelectual. Tiene 45 años, pero razona como una niña de 12. Mi amiga Raquel vive en una residencia asistida. La conocí hace ya casi un año, cuando fui a hacer una presentación de la versión catalana de la “Galeria dels Quiets”, libro autobiográfico cuyos recuerdos emanan precisamente de ese lugar. En aquellos tiempos lejanos, era un edificio anguloso de una sola planta con espacios diáfanos, hoy día cuarteados por las necesidades terapéuticas de los usuarios, muchos de ellos inquilinos también de la imponente residencia que, desde hace unos años, se alza al lado de ese edificio primigenio. Pese a ir en silla de ruedas, Raquel enseguida se me acercó después de la charla, dispuesta a convertirse en mi mejor amiga. “Yo también escribo”, me dijo. Y seguidamente me pidió el número de mi teléfono móvil. Y yo se lo di, consciente del “asedio” al que me exponía. Y así fue como, desde entonces Raquel se convirtió en un personaje más de los que rodean mi cotidianeidad. Confieso que, al principio, su “pasión” por mi persona me agobió un poco ¡Me llamaba dos y tres veces cada día! Confieso que tardé un poco más de la cuenta en percibir su retraso intelectual. Confieso que, como mujer de sangre caliente que soy, llegué a perder la paciencia: “¡Ya basta Raquel! ¡No hace falta que me llames tantas veces, que no soy tu novio!”, le solté un día. Raquel se puso a llorar como una chiquilla: “¿Es que no lo entiendes?” – me dijo entre pucheros – “¡tú eres la única persona que me conecta con lo de allí fuera!” A partir de entonces, comencé a visitarla por lo menos una vez al mes. En días y horarios estipulados, con cita previa por su puesto, que el centro es responsable de la guardia y custodia de los residentes y debe vigilar de cerca las compañías que se les acercan. Un taxi me subía por la misma colina que yo había estado subiendo cincuenta años antes, cuando mi mamá y mi hermanito me acompañaban a aquel centro especializado en parálisis cerebral donde pasé dos cursos de mi primera infancia. Pero en vez de aparcar el conche en una pendiente angosta que costaba de subir, me depositó ante una suntuosa y fría entrada. Al otro lado de la puerta automática me esperaba Raquel impaciente. Tan impaciente que, durante los veinte minutos escasos que duró el trayecto desde mi casa a la “resi”, como la llama ella, me llamó no menos de tres veces, “¡Te estoy esperando! ¿Por qué ya no estás aquí?” Pensé que Raquel me conduciría hasta una acogedora sala de visitas donde poder charlar amenamente durante un buen rato. “Te invitaré a un chocolate”, me había dicho momentos antes en una de sus muchas llamadas, y mi imaginación empezó a volar. Pero no. No me permitieron pasar de la fría y desierta entrada, en aquellas horas en penumbra, pues la mayoría de los residentes estaban apurando las últimas horas del fin de semana al lado de sus familias. Tardaría poco en verlos volver en taxis especiales adaptados, la mayoría de ellos acompañados, pero algunos también solos a pesar de su escasa o nula movilidad, como quién envía un paquete por mensajero. ¿Y tu familia, no te viene a visitar los fines de semana?, le pregunté a mi reciente amiga. “Bueno, vienen muy poco porque no son de Barcelona”, me contestó. Entonces supe que los padres de Raquel trabajaban en un colegio, él como portero y ella como limpiadora. “Y entonces, ¿Cómo es que no la han intentado integrar en el centro donde trabajan?”, se me pasó por la cabeza. Pero no se lo dije a mi amiga, sobre todo después de que me hubo contado que fue ella quien quiso irse de casa. El otoño dio paso al invierno y yo seguí manteniendo mi promesa de seguir visitando a Raquel, pese a que mi barriga comenzó a protestar cada vez que iniciaba la ascensión a aquel lugar, exactamente igual que lo había hecho cuando yo era pequeña y era usuaria del centro. Los días se hacían más cortos y la oscuridad me impulsaba a marcharme lo antes posible. Por suerte, mi sentido del deber para con una amiga me retenía. Claro que, todo sea dicho, marcharse de allí no era fácil; como no había cobertura, no podía utilizar la app del servicio de taxis que utilizo normalmente. Una parte irracional de mí llegó incluso a temer por verme atrapada en aquella “resi”. “¿Puedo bajarme esa app de taxis que dices?”, me preguntó Raquel. “¡Pues claro!”, le contesté. Y cuando le estaba ayudando a introducir los datos me susurró: “¡Ostras! No tengo tarjeta de crédito, estoy tutelada”. Me pareció muy fuerte, pues hay tarjetas “money” en qué el tutor puede ingresar una cantidad limitada para que, en este caso la usuaria, pueda disfrutar de una sensación de cierta independencia. Y finalmente llegó el COVID y el confinamiento. La mayoría de los compañeros de Raquel se fueron para sus casas. Ella fue una de las pocas que se quedó; “mis padres son mayores y dicen que no tienen fuerza para manejarme”. “Como si no se pudieran alquilar grúas ortopédicas o contratar ayudas domésticas”, pensé yo. Pero me lo callé, sé muy bien que no tengo derecho a juzgar desde mi perspectiva. Al fin y al cabo, soy una privilegiada, física, económica y culturalmente. Además de poseer un discernimiento lo suficientemente aceptable para valerme por mí misma en todos los aspectos de mi vida. Llegó el verano y tuve la suerte de irme a la “España verde” durante una semana con mi grupo de viaje. Tomamos todas las precauciones sanitarias y no hubo ningún incidente. “¿Puedo venir con tu grupo de splay?”, me preguntó Raquel cuando le dije que me marchaba. Me costó hacerle entender que no se trataba de ningún grupo para personas con discapacidad, sino de un meet up corriente y moliente donde la única persona con diversidad funcional soy yo. Como tampoco entiende que yo no tenga ningún tutor que maneje mis cuentas. No he vuelto a subir a Monjuic. Estando en tratamiento quimioterapéutico, ¡ya por poco tiempo!, debo evitar al máximo todo riesgo de contagio. Y parece que he hecho bien, pues mi amiga Raquel, población de alto riesgo por vivir en una residencia, sí se ha contagiado. Y ahora está en el hospital, más aislada que nunca. ¡Qué puta vida les toca a los más débiles! Cristina Harster Wanger

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