martes, 1 de septiembre de 2020
VIAJE A LA ESPAÑA VACIADA
Parecía imposible, pero lo fue. Parecía una temeridad, pero no fue el caso. Ente el 16 y el 23 de agosto, año de la primera gran pandemia global del siglo XXI, un grupo de 15 “descubridores” + David el guía+ Alain el conductor abandonamos Barcelona para dar un paseo por la España verde del norte durante 8 días y 7 noches.
A priori, se habían establecido las reglas de la translación: autocar con una capacidad de 52 plazas, más del doble que el número real de participantes. Cada persona ocuparía el mismo asiento durante todo el recorrido, dejando una fila vacía entremedio. Mascarilla perennemente puesta, limpieza de manos cada vez que subíamos al vehículo, mínimo contacto físico, etc.
Dejamos la gran urbe infectada con el corazón lleno de preguntas sin respuesta: ¿Cometíamos una temeridad al emprender un viaje colectivo en pleno auge del COVID? ¿Qué nos encontraríamos en los pueblos y villas del norte? ¿Conseguiríamos guardar las distancias?
Mientras cada uno de nosotros trataba de obtener respuestas tranquilizadoras en sordina para no alterar aún más los ánimos expectantes de nuestros compañeros de viaje, al otro lado de las ventanas panorámicas, el paisaje iba cambiando por momentos. Primero vimos pasar las zonas industriales de nuestra ciudad, después las villas de su cinturón.
Y finalmente, la gran extensión yerma de los Monegros, como si estuviésemos en una nave espacial que nos hubiese llevado al paisaje lunar. No estábamos en la Mancha, y sin embargo el vista se copó de molinos de viento de aspas silenciosas. Éstos no estaban encalados de blanco ni sus aspas eran de madera revestida con pellejo animal; eran modernos, esbeltos, funcionales. Tan altos que me pregunté cómo demonios se las ingenia el diminuto ser humano para erguirlos en medio de la nada. “¡A buenas horas caemos en la cuenta de que podemos generar energía limpia!”, me dije. O no tan limpia, argumentan los ecologistas más recalcitrantes, quejándose del impacto visual que las aspas esbeltas de tales aparejos invaden el paisaje, además de triturar sin piedad algún que otro pájaro que se aventura en acercárseles. Peor sería que hubieran montado la gran urbe de casinos al estilo las Vegas que algunos desalmados proyectaron hace unos años para sacar rédito a una tierra agotada que ya no puede dar frutos.
Nuestra nave siguió adelante, dándose prisa en abandonar ese paisaje rebelde a la manipulación humana. Paisaje abyecto a las personas quizás, pero cordial con los seres del mundo animal. Empezamos a percibir el vuelo de las primeras rapaces y grandes aves. A falta de campanarios, las cigüeñas habían puesto el nido sobre los postes que aguantan los cables de alta tensión. Lo interpreté como primer signo de rebeldía contra nuestra mano, pretenciosamente sabia.
Llegamos a La Guardia. Durante nuestro periplo el paisaje se fue endulzando. Los montes eran más verdes, alimentados por lagunas que manan de un Ebro discreto. Aquí la mano del hombre está más presente; lo ha inundado casi todo de viñas, con cepas aprisionadas por alambres que las yerguen como soldados, bien firmes hacia el cielo para que las cosechadoras automáticas puedan pasar sin problemas. Pocas de ellas vi liberadas, en forma de vaso como se hacía antaño, cuando nos sabíamos pequeños ante la naturaleza ubérrima que nos amamantaba. Ahora lo queremos todo para ayer, exprimimos cada centímetro de tierra que se nos muestre dócil.
La Guardia es una ciudad amurallada que conserva todo su encanto medieval. Enclavada en tierra de dos provincias – la Rioja y Álava – nos demuestra, ya a simple vista, un profundo respeto por su historia. Sus murallas protegen aún los edificios más emblemáticos construidos en el altozano que eligió el rey Sancho en pleno medievo. La iglesia de San Juan enseña sin vergüenza sus muros modestos y sus puertas ligeramente apuntadas, signo del tránsito del románico al gótico. Ante su puerta principal, se alza un palacete donde un gran escudo nos recuerda que estamos en tierra de “hijos de algo”, esto es: de hidalgos. Su impronta caballeresca se repite en varias casas de la villa, donde sus puertas semiabiertas por la parte superior nos dejan adivinar zaguanes frescos, muchos de los cuales albergan escaleras que conducen hacia bodegas que acunan vinos con denominación de origen. Ya aquí, se percibe la evidencia a través de sus balcones, muchos de ellos en estado ruinoso: la España interior se vacía.
Salimos extramuros por una de sus cinco puertas, la de su torre-campanario. Sólo cruzar la calle, cambiamos de escenario: un amplio mirador nos permite convertirnos en pájaros por unos instantes y otear la amplia llanura labrada de viñedos. Aquí y allá, aparecen edificios con el tejado a dos aguas: son las distintas bodegas por donde serpentea el Ebro niño. A cuál más original, a cuál más llamativa: el vino de la Rioja es más diverso de lo que pensamos: lo aprendemos en una cata al atardecer. Antes, hemos transitado por un camino de paseantes con sabor decimonónico; una glorieta con visos románticos nos invita a hacemos la primera foto de grupo. Y es que, sin darnos cuenta, nos hemos colado por el túnel del tiempo, recorriendo el sendero de una época donde no había prisas y los placeres eran tan sencillos como el de la contemplación. Parece que el tiempo corra más sereno en el carrillón de la plaza mayor.
No estaba previsto, pero al día siguiente nos acercamos a los monasterios de Yuso y Suso, custodios de las Glosas Emilianenses, donde se recogen las primeras palabras en castellano y en euskera. Una guía experta y didáctica, nos explica los porqués de los retablos del altar mayor de la iglesia, del coro, de la inmensa sacristía, con sus techos pintados con escenas bíblicas. Llama la atención su archivo de libros litúrgicos, decorados con miniaturas de incalculable valor y singular belleza. Aprendemos las singularidades del sistema de conservación de estos cantorales nacidos antes de la imprenta. Unos días después veremos que los monasterios también sirven de escondite para lo que avergüenza al hombre. Mientras paseamos por San Millán de la Cogolla, un monje se yergue ante un ciprés centenario haciéndole reverencias espasmódicas, como lo harían los animales neurasténicos del zoológico. “Mejor entre las piedras centenarias decoradas de paz espiritual que en un frío e impersonal sanatorio”, me digo mientras lo veo abandonar el claustro, con su tronco echado hacia delante y sus manos unidas en la espalda.
En San Vicente de la Sonsierra unos cuantos valientes emprenden el ascenso al castillo, mientras otros nos quedamos en la plaza mayor, contemplando la curiosa fuente cuyos surtidores tienen forma de aves blancas policromadas.
Al día siguiente cambiamos totalmente de escenario. Poco a poco nuestro autocar va abandonando los viñedos. A través de la ruta panorámica que transita por la línea de la costa como si fuera una nave de cabotaje, comprobamos como el paisaje se va suavizando: entramos en Cantabria. Y nos acercamos a un mar caprichoso, a menudo fiero, que sube y baja al antojo de la luna.
Arribamos a Santoña recorriendo la ruta panorámica del puerto de Tornos. Nos espera una nao turística para darnos un paseo por la amplia bahía, con su “playa de los niños”, llamada así porque está a resguardo de oleajes, mareas y corrientes que, en vez de arrastrar a los bañistas hacia el horizonte, los empuja hacia la larga playa de arena blanca. Nada más salir del pantalán, el capitán pone en marcha una grabación que nos explica la historia del recorrido: la Guerra del Francés, los contrabandistas, la fauna, la flora, las caprichosas formas que los vientos han esculpido en la roca…Las explicaciones están hechas en un tono jovial, alejado del discurso enlatado tan usual en estas grabaciones. Se agradece el esfuerzo de ser ameno, la intención es lo que cuenta, me digo mientras contemplamos a unos bañistas aguerridos que se tiran desde una peña donde en otro tiempo había un faro. Y un farero, y su familia ¡Qué dura debía ser su existencia en un tiempo que iba más lento, porque era rehén del destino! Mi amiga y yo nos sentamos en un banco del paseo que bordea el mar. Ante nosotros hay una explanada llena de bancos y tumbonas de piedra donde las señoras lucen palmito y los niños juegan sin restricciones. A nuestro lado unos lugareños conversan de sus cosas: una de ellas acaba de ir a hacerse la pedicura y no quiere estropearse las uñas recién pintadas arrastrándolas por la arena. El hombre nos dice que ahí se vive bien, salvo en invierno, que es duro.
Después de comer un guiso marinero de los de cuchara, abandonamos la población estival y enfilamos de nuevo la carretera. Las barcas de pesca que hace unas horas vimos varadas en la arena, van recibiendo la caricia de la mar amorosa, dispuesta a mecerlas.
La autopista que nos lleva hacia Santander bordea un Bilbao que poco tiene que ver con el de antaño, cuando la ciudad era un antro industrial y el Guggenheim no la iluminaba con sus paredes plateadas y los altos hornos embrutecían el transbordador que pasa los coches de un lado al otro de la ría. Pienso en la última vez que la visité, cuando aún estaba embadurnada de gris, y solo los ojos azules de una amiga que ya no está la teñían de alegría.
Tardamos poco en entrar en Santander, ciudad de provincias regia donde las haya. Nada más entrar me vienen a la cabeza las estrofas de la canción de Jorge Sepúlveda https://www.youtube.com/watch?v=GLFPn_WfSc4. Y es que hemos entrado en otra dimensión: aquella en la que los tiempos son más lentos y se vive mecido por la brisa del pasado. Lo comprobamos desde nuestra primera incursión en el paseo arbolado de Tamarindos que bordea la playa del Sardinero: las niñas visten de domingo añejo con lacitos en sus repeinadas coletas y sandalias de charol blanco. A medida que nos vamos acercando al Palacio de la Magdalena, Avelino, el chico del grupo de damas –a parte de nuestro avezado conductor Alain y de nuestro atento guía David – nos cuenta que sus tíos fueron guardeses aquí y que pasó algunos veranos en su casita. En el segundo piso, había una gran mesa de billar, nos cuenta nuestro amigo. Segunda foto de grupo antes de bajar por el montículo que nos lleva a una gran explanada donde los santanderinos, niños y mayores pasan sus horas de ocio frente al mar. Definitivamente el tiempo se ralentiza a medida que avanzamos en nuestro viaje.
Antes de abandonar la zona, visitamos Comillas, que da nombre a su universidad pontificia. Villa de pasado antiguo que revitalizó su actividad en el XIX cuando algunos de sus vecinos burgueses se lanzaron a ultramar para conquistar Cuba. El palacio de Comillas tiene una iglesia de estilo neogótico que lo corrobora. Aunque no satisfecho con la conquista del pasado su marqués quiso atrapar el capricho modernista finisecular. Para ello, hizo venir desde Cataluña al genio de los genios del momento. Gaudí diseñó y ejecutó una casa-girasol, donde las estancias se ubicaban según la luz solar que necesitaban para los distintos momentos del día. La lástima es que su futuro propietario, el abogado Máximo Díaz de Quijano encargado de llevar los asuntos del marqués en Cuba, no tuvo tiempo de disfrutar de su coqueto retiro entre girasoles cerámicos y el invernadero fresco, pues murió de enfermedad antes de poder estrenar su morada. Nos dicen que quedó durante mucho tiempo abandonada, que después fue restaurante, y que finalmente la municipalidad rescató la casa para poder mostrar al mundo cuán avanzado a su tiempo y ecológico era ese modesto arquitecto que creía en la espiritualidad de la naturaleza.
Continuamos avanzando: San Vicente de la Barquera, Santillana del Mar, la ciudad de las Tres Mentiras, reza el dicho popular, porqué no es santa, ni es llana, ni tiene mar. Se nos presenta hoy, miércoles 19 de agosto del 2020, más vacía que nunca a causa del virus pandémico. Paseamos por las callejuelas empedradas, apreciando los balcones de madera ornados de geranios en flor, y nos tomamos un vaso de leche fresca acompañado de un sobao pasiego que sabe a gloria. Antes de volver a Santander nos asomamos al pozo sin fondo de Altamira donde centellean nuestros inicios humanos. No vemos la cueva original, cerrada hace años para preservarla de los vahos de la civilización moderna. Nosotros ya no sabríamos sobrevivir como ellos, descubriendo la calidez del fuego, transmitiendo el secreto que se esconde tras nuestra personal visión de la realidad expresada en un dibujo.
Al día siguiente, abandonamos la urbanizada estivalidad de Santander para perdernos por vericuetos sinuosos que nos elevan en altitud. La carretera es estrecha. A un lado, la montaña pedregosa. Ha tenido que ser enfajada para que las rocas no nos obstruyan el camino. Del otro, el río va menguando hasta devenir un riachuelo. Los pueblos se empequeñecen. Pienso como debe ser de duro el invierno, a menudo copado de nieve. Y es que nosotros, los urbanitas, nos hemos ido debilitando a medida que nuestra técnica avanzaba y delegábamos nuestra subsistencia a la comodidad. Siempre que transito por esos parajes agrestes me pregunto, ¿qué haríamos si un accidente de coche nos dejara en medio de esa nada? La respuesta suele ser funesta: ¡nuestra especie se va debilitando por momentos!
Lo compruebo cuando nos paramos en Fuente Dé. El teleférico nos eleva por escarpadas montañas donde sólo los rebecos y las rapaces pueden soportar de viva piel la severidad de un viento severo que sopla frío en pleno mes de agosto. Desde lo alto nuestro mundo se ve misérrimo. Al recobrar la perspectiva humana, nos detenemos en el Parador para pasearnos en el prado que ya vi de adolescente, en un viaje de verano que mi hermano y yo hicimos con nuestro padre. David suspira: esa debía ser una de las paradas y fondas de su viaje de novios ¡maldito virus!, obliga a llevar mascarilla incluso en las aldeas más pequeñas, donde en invierno no vive casi nadie.
Antes de llegar a nuestro destino del día, nos detenemos en Potes, comarca de Liébana. Comemos un cocido que nos apacigua los ánimos: tuvimos que esperar más de la cuenta para sentarnos a la mesa ¡Qué más da, si hemos podido pasear entre sus callejuelas en medio de una tenue llovizna que nos lo hacía más auténtico!
Al final de este quinto día de periplo llegamos al Parador de Cervera de Pisuerga. El edificio tiene cierto aire decadente. Mi habitación es más extensa que el estudio donde viví durante la primera etapa de mi emancipación. Tiene algo de lúgubre y a su vez excitante, como los recovecos de una casa antigua. Me asomo al balcón y contemplo el paisaje, mitad mojado por la lluvia de la tarde, mitad encendido bajo los últimos rayos de sol.
Después del descanso, retomamos nuestro autocar, ahora convertido en balsa que nos pasea por encima de los nueve pueblos que anegó el pantano de Riaño. Algunos de ellos se reconstruyeron en su vera. El paseo en barca por los Fiordos de León nos vuelve a sumergir en la naturaleza más genuina, aquella que permite al hombre sólo mirar sin tocar, bajo pena de quedar sepultado entre sus brazos pétreos. Al final del paseo, la dulce jovenzuela que nos ha estado pautando las entradas y salidas al exterior del barco para no desequilibrarlo, nos obsequia con una galleta artesanal que degustamos mientras recorremos el camino que nos acerca al nuevo pueblo de Riaño.
Regresamos al Parador deteniéndonos ante minúsculas iglesias románicas erigidas casi en medio de la nada. Los mayores del pueblo nos reciben gozosos de explicarnos por enésima vez quién es quién en el Pantocrátor pétreo de la entrada. Ellos lo aprendieron de niños en el catecismo; nosotros, descreídos, ya lo hemos olvidado.
Es ya viernes, hace días que no pisamos una urbe con visos de ciudad y nos dejamos mecer entre los brazos de nuestra madre naturaleza. Una madre que admiramos con el corazón y de la cual desconfiamos con la conciencia. Tanto nos hemos alejado de ella que nos cuesta admitir que ya no sabríamos vivir bajo sus reglas.
Llegamos a Burgos, la ciudad de Don Ruiz Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Ante su estatua se estaciona nuestro bus. Ante ella y un teatro de provincias que nos dice que volvemos a estar a salvo, en el lado de la civilización que conocemos, ordenamos y regimos, o al menos así lo creemos. Para eso le erigimos catedrales góticas horadadas de inmensos rosetones, en un desafío a la técnica, mucho antes de que inventásemos cerebros artificiales que conectaran nuestro querer construir con nuestra pericia real para hacerlo. Escaleras arriba de una de las plazas laterales de la gran explanada de la catedral, divisamos los invitados a una boda. Algunos de nosotros se lanzan a comprobar de más cerca que los ritos humanos son posibles aún en tiempos de pandemia. Otros regresamos al paseo del Espolón, donde la gente se sienta a la sombra de los bancos para ver y ser vistos antes de que el frío y el mal tiempo les obliguen a recluirse tras los visillos de sus galerías acristaladas.
No puedo evitar de fabular. Mi imaginación se retrotrae a tiempos pasados que nunca viví, cuando los intelectuales del 98 paseaban su desánimo por estos parques y paseos. Me imagino a Unamuno escapándose de Castro Urdiales para sumergirse entre el gentío de estas ciudades de provincia que se sabían modestas sin perder su dignidad señorial. “¡A l’estiu tota cuca viu!”, me digo, pero es bien cierto que los inviernos deben ser largos y agrestes, por mucho que la morcilla y los vinos de la región traten de calentar los ánimos de sus gentes de provincias.
Y sin embargo nuestro ánimo urbanita no deja de preguntarse si acaso no fuera mejor volver a la sencillez, aunque fuera a costa de renunciar a esas comodidades técnicas que se atreven a pensar por nosotros. Lo descubrimos en la coqueta Soria, última parada de nuestro periplo. Las cigüeñas han tomado las torres del imponente Palacio de los Condes de Gómara, erigido en tiempos de Felipe II quien, según cuenta la leyenda, mandó construirlo para eclipsar al del Escorial. Como mayoría abrumadora que somos, las chicas del grupo nos sentamos por turnos en la silla que nos ofrece doña Leonor (Ricardo González Gil 2012), erigida ante la iglesia en la que se casó con Antonio Machado, y que tres años después (1909) le franqueó el paso hacia la Vida Eterna al fallecer de tuberculosis.
Antes de deshacer el camino de regreso a nuestra gran urbe infectada, damos un último paseo por el borde del Duero. Nos cruzamos con deportistas, paseantes de domingo que no tienen prisa en llegar a su destino. O, acaso, no tengan otro destino que dejarse mecer por el tiempo pasado o presente, como vimos hacerlo a los mayores de las aldeas que nos hicieron de Cicerone ante sus iglesias románicas. Quizás sea ese el secreto: renunciar a la comodidad para detener el tiempo, ese instante, tan fugaz y tan eterno, como lo es un amanecer en el parador avetustado de Cervera.
Descubridores, agosto 2020
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Magnífica descripció de, suposo, part del teu estupendo viatge. Com viatgera que també sóc, com m, agradaria fer una crònica de cada viatge amb la teva estupenda prosa. T, escric en català, però el castellà és una llengua molt rica i agradable de llegir, Cristina, m,has fet viure el viatge.... També con viatgera, sempre m, agrada més anar en bons guías que amb llibres /guia.... Pero desgraciadament, per falta de atenció dels altres viatgers, els guías cada vegada explican mes pobremente.... Com li pasaría a un mestre al que cap alumne L, escoltes..... la gent en general, no presta atenció de uns anys enrere ja. Només, com em deia un bon guia a Irlanda, els turistes, al arribar a un lloc...els interesa, com ell deia " La santíssima trinitat" : Bar, lavabos y comerços.
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