jueves, 11 de agosto de 2022

Un infierno terrenal con aire acondicionado

Agosto; principios de agosto. Por estas fechas, yo tendría que estar de viaje con mi grupo. Se han ido a la España Vaciada. Cierto, en muchos lugares ya había estado con el mismo guía. El mismo guía que se convierte en amigo cuando compartimos sesiones de ópera en el Liceo. El mismo que, de vez en cuando, queda conmigo en el parque para enseñarme cómo crece su niño. Pero no estoy de viaje. De un tiempo a esta parte, no me encuentro bien. Y eso que el tratamiento de inmunoterapia que sigo por mi cáncer de estómago parece funcionar. O eso dicen mis oncólogos. Y sé que no me mienten, a pesar de las oscuras predicciones que presentaba mi caso al principio. ¡Me daban tres meses de vida, y han pasado casi cuatro años! Por supuesto, se presentan problemillas; pero aquí estoy. No soy ingenua. Sé que la espada de Damocles que pende sobre todos nosotros, en mi caso está un poco más cerca de mi cabeza. Procuro no pensar en ello, pero no es fácil. A veces, la mente se me dispara y pone en marcha la máquina de calcular el tiempo que me queda. Es absurdo, y sobre todo contraproducente; lo sé. Por eso procuro distraerme todo lo que puedo. Ayer tocaba tratamiento. En un mes de agosto tórrido, apocalípticamente seco. Inevitablemente bélico en otras partes del mundo, muy lejanas a la nuestra. Pero tanto da. Gracias a la globalización que nos hemos buscado, las guerras ajenas nos afectan de lleno. Otra cosa es que estemos dispuestos a aceptar sus restricciones. Somos demasiado señoritos caprichosos, o demasiado desmemoriados para recordar que nuestros padres supieron en carne propia lo que era pasar estrecheces. Mi velocípedo a motor avanza más ligero por las aceras vaciadas del barrio dónde se encuentra la clínica, a escasas calles de mi casa. No tengo que sortear niños uniformados que corren a clase. Apenas hay furgonetas de reparto aparcadas sobre los pasos de peatones, impidiendo que las personas que usamos vehículos de movilidad reducida podamos traspasar la calle. La clínica está semivacía. El cafetín cerrado, la enfermería oncológica desierta. Y mi memoria baldía. Ya me lo advirtieron la última vez: “tendrás que ir a la planta primera hacer la analítica y la inmunoterapia”. Pero es que hasta ciertas horas de la mañana, soy un animal de costumbres, incapaz de asimilar nuevas rutinas. Sobre todo si no me he tomado mi café. Pero debo estar en ayunas hasta después de la analítica. La doctora tiene razón: la enfermera sustituta que me atiende es de la vieja escuela, no se maneja en el ordenador. Y, sin embargo, ha logrado dar con la petición de mi analítica en un lapsus de tiempo razonable. Se ve a la legua que es muy buena persona, enseguida empatiza contigo. En su profesión, vale mil veces más esa calidez humana que todas las técnicas cibernéticas. Cuando bajo otra vez a la planta, después de la visita con la doctora, me la encuentro hablando con otra paciente: “¡a ti te conozco!”, me dice la señora cuando me ve llegar, “coincidimos en el taller sobre maquillaje oncológico”. Efectivamente, la reconozco. Su madurez le da una pátina de elegancia, de saber estar. Su semblante es sereno. Me pregunto dónde tiene ella el cáncer. Espero que se pueda salvar, como me quiero convencer de que yo estoy haciendo. Me siento incómoda, pues parece que he interrumpido una conversación. No me gusta inmiscuirme; por mucho que mi vena literaria ande permanentemente al acecho de nuevas historias. Pero el diálogo entre ambas sigue su curso, a pesar de mi presencia. - ¡Qué horror! Hoy día nadie se tendría que morir de parto. – musita la enfermera, con una voz maduramente empática. - Hace tan pocos días que ocurrió, que aún no soy capaz de asimilarlo. Mi hija se ha ido para siempre, dejando un pequeño que nunca la conocerá! Y yo... La voz de la dama suena tan sosegada, que me hace estremecer. “¡Tú tienes que estar fuerte para ocuparte de tu nieto! ¡Tienes que salvarte!”, le dicen mis ojos, intentando no emocionarse. Quisiera abrazarla. Traspasarle la salud que me queda. La suerte que yo pueda tener. Es de justicia vital. Al fin y al cabo, mis hijos están hechos de palabras y de pensamientos. Palabras y pensamientos que, sin duda, otros ya tuvieron; o que otros tendrán cuando yo ya no esté. ¡Y yo me quejaba, hace tan solo cuatro días, de no haber podido hacer mi viaje de verano! Me voy a casa en mi supervehículo. “¡Qué calor! ¡A fuera, está cayendo fuego!”, oigo exclamar a alguien que acaba de entrar en la clínica.
“No te falta razón”, pienso en cuanto mi escúter pone una rueda fuera del recinto. Hasta ahora yo no he pasado calor, al amor del aire acondicionado. Y sin embargo, tengo la sensación de haber estado deambulando por los anillos tenebrosos del “inferno” de Dante que retrató Botticelli. CHW

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