lunes, 13 de junio de 2022

Serie “Inocentes”: cuando sugerir es más potente que una “pasión turca”

Los abonados a las series turcas, estamos de despedida: faltan pocos capítulos para dar por terminada la serie que se emite en Antena 3, Inocentes. No recuerdo como caí en sus garras. Debía ser una noche solitaria de otoño, en que estaba demasiado cansada para leer y me puse a hacer zapping por los canales de televisión. “¡Qué curioso!”, me dije cediendo descaradamente a las ideas preconcebidas, “hace unos años estaban de moda los culebrones venezolanos, y ahora les da por las series turcas. ¿Qué demonios tendremos en común la Europa “civilizada”, de rancio abolengo, con estos aprendices comunitarios?”. Y enseguida me vino a la mente la última visita que Úrsula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, y Charles Michel, Presidente del Consejo Europeo, hicieron al mandatario turco Erdogan el pasado año. Por un “error” de protocolo, los turcos sentaron a la presidenta de la Comisión Europea en un lugar apartado, y por lo tanto inferior, de donde se hallaba su compañero Michel respecto al presidente de Turquía. Era un error, porque desde el punto de vista del escalafón administrativo, ambos presidentes europeos se encuentran en el mismo rango. “¿Pero qué se puede esperar de esos países medio moros?”, soltó mi sesera, llena de perjuicios invisibilizados tras la cortina de las buenas intenciones. Sin embargo, algo me hizo permanecer atenta a ese canal más tiempo de lo que hubieran tolerado mis ideas preconcebidas. Por de pronto, no se trataba del típico argumento, donde hay malvados muy malvados y víctimas casi tontorronas. Nada de eso: se trataba de la historia, casi literaria, de una familia marcada por la enfermedad mental de su matriarca. Como el tema me interesó por razones personales, traté de buscar información adicional por internet. No tardé en saber que era la versión seriográfica de un libro escrito por una psiquiatra turca, a partir de los casos que había tenido en su consulta. Enseguida me di cuenta de que, la forma de narrar era muy distinta al estilo denotativo al que estamos acostumbrados por estas latitudes occidentales. Donde parece que, si los sentimientos e intenciones no quedan plasmados en imágenes explícitas, corren el –supuesto– riesgo de no ser entendidos por el espectador. Me sedujo la delicadeza con que se iban dibujando los personajes. Eran muy distintos a los estridentes caracteres a los que estamos acostumbrados. Su dolor no era expuesto de manera estridente. Todo lo contrario: el hilo narrativo, nunca mejor dicho, se iba soltando poco a poco. Ello permitía que fuéramos nosotros, los espectadores, los que fuésemos tejiendo nuestra personal e intransferible historia, como sucede cuando leemos un buen libro. Y es que hay tantas lecturas como lectores; pues cada uno de ellos se hace su propia composición, a partir de sus valores y experiencias personales. Y entonces me acordé de la frase que me escribió mi mentor cuando hubo leído mi primera novela, no publicada, ¡aún! “¡Vendes todo el pescado en la primera página! Después, al lector no le quedan secretos por descubrir y el libro pierde interés!”. Lo que mi maestro pretendía enseñarme era el significado de la palabra “connotación”. Entendí mejor su importancia y alcance durante la carrera de Filología. Siempre he relacionado el término con la Danza de los Siete Velos, tan oriental como la serie que me tiene fascinada. Y es que, cuando era pequeña, mis abuelos suizos tenían colgadas en la pared del cuarto donde yo dormía, otrora la habitación de mi mamá, unas fotografías en las que aparecían mujeres veladas de pies a cabeza en medio del desierto. Nunca alcancé a saber de dónde las habían sacado; me suena vagamente la historia de un pariente lejano que se casó con una persona procedente de allí. Pero no es eso lo que importa ahora. Lo relevante es el sentimiento que despertó en mí cabeza de niña aquellas historias y fotografías tan lejanas a mi cultura. Supongo que las relacionaba con una proto sensualidad. Y sin embargo, jamás vi en aquellos cuadros una escena que pudiera calificarse de “subida de tono”. En la serie “inocentes” tampoco hemos visto escenas de cama. Por no haber, ni siquiera hemos podido ver besos apasionados. ¡No hacía falta!, ya nos los imaginábamos nosotros, los espectadores. Cada cual a su gusto y discreción. ¡¿Hay algo más erótico que eso?! Vivimos en un mundo explícito, donde ya no queda lugar para los sueños, y aún menos para los deseos, aquellos que se forjan a fuego lento, hasta transformarlos en sentimientos personales, tan profundos y privados como nuestros anhelos. Pareciera como si no “haces” y luego lo demuestras gráficamente a los siete vientos de las redes sociales, no eres nadie.¿Nos extraña, pues, que en ese contexto denotativo y desprovisto de magia, las agresiones sexuales estén a la alza? Llámenme “mojigata” por creer que una historia de amor es como la barcaza donde se suben los personajes de García Márquez en el Amor en los tiempos del cólera, para deslizar su pasión lentamente río abajo. En la serie Inocentes son las bellas canciones turcas las que se encargan de estimular nuestra imaginación. Nos hablan de sentimientos no siempre brillantes, no siempre placenteros, pero que constituyen los afluentes que desaguan en ese río ancho, donde las barcazas de las historias de amor que en el mundo han sido, se deslizan hacia la atemporalidad. Pero sobre todo nos hablan de las almas heridas por la falta de amor y de calor humano. En su caso, el drama de una matriarca enferma mental, incapaz de querer a sus hijos, marca el destino de sus descendientes. Creo que esta serie nos da una gran lección: ¡Basta ya de luchar para ser el más guapo!, ¡el que más liga!, ¡el que más poder tiene!, ¡el que más fácilmente atropella a quienes le hacen sombra!¡Volvamos a escuchar nuestra alma, para poder curar sus heridas y caminar hacia la paz con uno mismo! …porque la enfermedad mental no es cosa solo de locos, nos puede pillar a la vuelta de la esquina, por muy cuerdos que creamos ser. Cristina Harster Wanger

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