lunes, 1 de noviembre de 2021

El mal existe y no tiene antídoto

Primero fue Rousseau (finales del siglo XVIII) y el buen salvaje. Cien años más tarde, Freud nos descubriría que detrás de toda aberración sexual hay un trauma infantil. El caso es que, desde hace más de doscientos años, todas las anomalías humanas tienen una explicación que las disculpa. To er mundo é güeno, como rezaba el título de la película de Manolo Summers (1982). Desde entonces, las cárceles dejaron de ser “depósitos” de malhechores para convertirse en supuestos centros de rehabilitación. Solo algunos países que tachamos de “bárbaros” mantuvieron y mantienen la pena capital. La lógica racionalista se imponía, mezclada a veces, con una confianza en el ser humano que raya la ingenuidad. “¡Los errores judiciales existen!”, nos decimos echándonos las manos a la cabeza. Y es bien cierto: más de uno y de dos reos han pagado penas durísimas, cuando no con la propia vida, por delitos que no han cometido. A medida que la humanidad avanza, nos hemos ido convenciendo de que somos capaces de dominar el demonio que todos llevamos dentro, en mayor o menor medida. Poco a poco, los neurólogos van descubriendo las zonas más oscuras de nuestro cerebro. Lo que el resto de los mortales consideramos cuestiones de carácter o ramalazos de genio, tienen hoy en día una explicación bioquímica bastante sencilla. Lo que los poetas consideran ideas divinas, a menudo no son más que reacciones neuronales. Hoy en día, la psiquiatría cuenta con recursos muy eficaces, tanto farmacológicos como terapéuticos para, si no curar, al menos tener controladas patologías que pueden resultar muy peligrosas para el resto de la sociedad. Y, sin embargo, los hechos provocados por esa parte oscura de nuestro cerebro nos continúan golpeando, recordándonos la vieja frase del comediógrafo latino Plauto (254-184 a. C.) Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit (Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro). Estos días, andamos desasosegados. Al vómito incandescente y destructor en la isla de la Palma, se ha añadido un crimen absolutamente indigerible: en la apacible ciudad riojana de Ladero un hombre con antecedentes por abuso sexual y asesinato con un desbordante sadismo ha matado a un niño de nueve años. Tristemente se trata de una muerte anunciada, o cuando menos, de un crimen anunciado. En semanas anteriores, el funesto personaje había intentado a traer a su casa a varias niñas. Por suerte, fueron lo suficientemente listas para no caer en las tretas del hombre. Desgraciadamente, no fue así en el caso de Alex., aún demasiado pequeño y puro para adivinar el mal que se escondía detrás de la generosa oferta del malévolo personaje. Pues el mal existe. Y, por desgracia, no es dominable ni reinsertable. Según explicaba mi madre, psicóloga clínica durante muchos años, hay patologías siquiátricas que conllevan una disfunción que puede detectarse en la propia morfología del cerebro. Así, por ejemplo, un traumatismo en la parte frontal –donde reside la regulación de la agresividad– puede hacer que la persona en cuestión adopte un comportamiento violento. También me explicaba que nuestro conocimiento del cerebro y su funcionamiento es aún muy superficial. Las posibilidades de actuar sobre él, para modificar determinados comportamientos se encuentra, hoy por hoy, en un estadio de desarrollo muy incipiente. Lo que sí sabemos seguro es que, algunos individuos con ciertas patologías son altamente peligrosos para nuestra comunidad humana. Estamos cansados de ver casos de violadores que obtienen la libertad condicional por buen comportamiento, y así que se ven en medio de la sociedad vuelven a las andadas. ¡Lógico!, en la cárcel no hay víctimas potenciales para cometer sus abusos. Tampoco es menos cierto que, el entorno psico-social del individuo puede favorecer o disminuir esos rasgos. Existen testimonios de personas con tendencias violentas, pedófilas, etc. que son capaces de dominar sus pulsiones, con altas dosis de voluntad, –valor a la baja en nuestros días–, y algún que otro fármaco o tratamiento terapéutico. Algunos parecen ser plenamente conscientes de ese peligro. Lo sienten dentro de ellos: su impulsividad no dominable. A veces, el simple hecho de dejar de tomar una medicación les aboca inexorablemente a sus pulsiones perversas. Hay, incluso, quien ha llegado a pedir la eutanasia, pues no se ve capaz de sobreponerse a ellas. Su vida deviene un infierno. Sin embargo, la justicia parece insistir en continuar siendo ciega e insensible al dolor humano. En su manual de instrucciones reza: “el objetivo de la cárcel debe ser la reinserción del preso”. Y no hay quien la saque de allí. Como si, reconocer la existencia de las cavernas más oscuras de la condición humana fuera, en sí mismo, un fracaso. Pretender que las leyes, concretas, inapelables de por sí, se ajusten como un guante a las necesidades y al marco legal de nuestra sociedad moderna, es casi tan absurdo como buscar la cuadratura del círculo. Y aún lo es más cuando pretendemos encasillar una u otra opinión sobre algo tan complejo cómo son las patologías siquiátricas del ser humano, en uno u otro hemisferio del arco político. Estos días, donde los sentimientos están a flor de piel, oímos tachar de derechistas a quienes abogan por una aproximación más punitiva y rigurosa de este tipo de delitos. La otra parte es más partidaria de ceñirse a los objetivos que actualmente se han fijado las instituciones penitenciarias: la reinserción del preso. Todas las opiniones y puntos de vista son altamente respetables. Aunque tengo la impresión de que unos y otros nos olvidamos de lo más básico: la justicia está para proteger el bien común. ¿hay bien más preciado que el de la inocencia de un niño, eslabón del futuro de la humanidad? Y, por cierto, casi simultáneamente a la tragedia del pequeño Alex, un hombre descuartizaba a su mujer y tiraba sus restos a la basura: ¿Hasta cuándo nos negaremos a admitir que el mal existe y no tiene antídoto? CHW

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