sábado, 10 de octubre de 2020

De las fake news a J.S. Bach

Leo en el periódico que el excomponente de la Trinca Josep María Mainat, de 74 años, ha sido víctima de un intento de homicidio por parte de su última esposa, Angela Dobrowolski, de 37 años, estudiante de los últimos cursos de medicina. Por lo visto, la mujer se aprovechó de que su marido padece un problema de diabetes para suministrarle una dosis exagerada de insulina mientras dormía, lo que le provocó un coma momentáneo. Desde que el diario La Vanguardia destapara el caso hace unos días, las informaciones truculentas sobre la pareja copan las páginas de sucesos de los periódicos y los programas de cotilleo de las televisiones. Los comentarios de los lectores/espectadores tampoco se han hecho esperar. Todos nos creemos con derecho a opinar, como si de expertos en psicología de parejas se tratara. Los hombres maduritos lo tienen muy claro: “¡Alma de Dios!, ¿A quién se le ocurre liarse con una mujer treinta años más joven?“. Y de este modo se desquitan de la espinita celosa clavada en sus hormonas masculinas. Lo que antaño eran alabanzas hacia el excomponente del grupo más satírico de Cataluña, se tornan comentarios amargos cargados de intención juzgadora. Las cadenas especializadas en chismología, fervientes seguidoras del apóstol Tomás, aquel que necesitó ver para creer que Jesucristo había resucitado, no tardaron en apostar sus cámaras a la puerta de la casa de alto standing donde sucedieron los hechos, denunciados legalmente por el hijo de la víctima. Como cuervos al acecho de carnaza, se tiraban sobre todo ser humano que entraba o salía del edificio. Pero no sólo ellos convirtieron un hecho triste y violento en el tema principal de sus jornadas. Incluso las personas que no somos consumidoras de este tipo de desinformación, hicimos una excepción y sintonizamos los canales especializados en telebasura a la búsqueda de detalles sobre el caso. Al fin y al cabo, teníamos la excusa perfecta: la víctima es el antiguo propietario de Gestmusic, la empresa audiovisual que produce grandes programas de éxito popular. “¡El cazador cazado por el ojo del Gran Hermano!”, nos susurraba nuestro subconsciente, “¿No querías caldo?, ¡pues dos tazas!”. Incluso hubo algún tertuliano que se atrevió a decir que Josep María Mainat estaba sacando rédito de su propia desgracia. Las declaraciones de Pol, fruto de la relación entre Josep María Mainat y la malograda Rosa María Sardà, recientemente fallecida a causa de un cáncer, expresando su estupor y pidiendo un poco de discreción ante los acontecimientos que implicaban a su padre, cayeron en saco roto. Y es que resulta imposible sortear ese reguero de pólvora que va dibujando el degoteo de noticias sobre el caso, cada vez más siniestras. Que si la mujer de Mainat tenía y mantenía a un scort –“prostituto” en lenguaje campechano– cuya pareja a su vez también vivía bajo el mismo techo; que si pretendía convertir la casa familiar en un prostíbulo, que si estaba vendiendo todos los muebles y enseres, que si … Revelaciones completamente surrealistas para un ciudadano de a pie, que maneja sus emociones como buenamente puede, intentando no herir a quienes le rodean, aunque ello implique, a veces, hacer renuncias para enviarlas a las cavernas más oscuras del subconsciente. “¿Qué sabe nadie?”, este verso de la canción de Raphael, reverbera estos días en mi razón como las riendas firmes que tratan de frenar el caballo desbocado de mi curiosidad. No hace falta ser un psiquiatra avezado para saber que los vericuetos del amor son inexpugnables, que cada pareja es un mundo, cuando no un universo. Vivimos en un momento donde la privacidad se ha convertido en un espectáculo. Y lo más triste, es que todos tendemos a normalizarlo, aceptándolo como un mal menor en una sociedad esquizofrénica, pues por un lado clama al cielo por el respeto a su propia privacidad y, por el otro, no tiene ningún inconveniente en que el Gran Hermano meta sus narices en los problemas de pareja ajenos. La empatía brilla por su ausencia, quizás porque cuando se trata de protagonistas estelares, los vemos tan irreales que sus penas y sus glorias se nos antojan como el argumento de una película, o mejor aún, de una serie de esas de culebrón donde los malos son amigos del demonio, mientras que los buenos son aliados de Dios. Por suerte o por desgracia para la condición humana, la realidad nos pone en nuestro sitio. Por mucho que tomemos la vía rápida del blanco o negro, de los buenos o los malos, nuestro comportamiento es demasiado contradictorio como para ser decantado, sin más, hacia un u otro platillo de la balanza. Las escalas morales son hoy en día tan subterráneas como variopintas: cada uno tiene todo el derecho del mundo de seguir la que le parezca oportuna, teniendo siempre en cuenta aquella manida coletilla que ya pocos parecen escuchar: “mi libertad acaba donde empieza la del vecino”. A lo que considero –humildemente– que no hay derecho es a jugar con las emociones del público, aquellas que se compadecen sinceramente del dolor ajeno y reprueban a quien lo causa. Nadie, y aún menos la propia víctima, tiene derecho a manipularlo a base de medias verdades suficientemente escandalosas y llamativas como para atraer y capturar su atención. A estas alturas de la película, sólo me queda empatía para Pol Mainat Sardà, que acaba de perder a su madre, y está en vías de perder la credibilidad de su padre, convertido en un bufón de sus propios histrionismos. De Rosa María me queda una idea clavada en mi cuerpo afectado de cáncer, como lo estuvo el suyo: “cuando el bicho se te pone dentro, tarde o temprano…”.

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